Y CUANDO LLEGÓ LA 333ª NOCHE
Ella dijo:
... se volvió hacia la esclava rubia, y le dijo: "¡Oh Sol-del-Día, cuerpo de ámbar y oro! ¿Quieres bordarnos más versos sobre un delicado motivo de amor?" Y la rubia joven inclinó su cabeza de oro hacia el sonoro instrumento, cerró a medias sus ojos claros como la aurora, preludió con algunos acordes melodiosos, que hicieron vibrar sin esfuerzo las almas y los cuerpos por dentro como por fuera, y tras de haber iniciado los transportes con un principio no muy fuerte, dio a su voz, tesoro de los tesoros, su mayor arranque y cantó:
¡Cuando me presento ante él, el amigo que tengo
Me contempla y asesta a mi corazón
La cortante espada de sus miradas
Y yo le digo a mi pobre corazón atravesado:
¿Por qué no quieres curar tus heridas?
¿Por qué no te guardas de él?
¡Pero mi corazón no me contesta, y cede siempre a la inclinación que le arrastra hacia debajo de los pies del amado!
Al oír estos versos, el dueño de la esclava rubia Sol-del-Día se conmovió de gusto, y después de haber mojado sus labios en la copa, se la ofreció a la joven, que se la bebió. Tras de lo cual la llenó él otra vez, y con ella en la mano se volvió hacia la esclava negra, y le dijo: "¡Oh Pupila-del-Ojo, tan negra en la superficie y tan blanca por dentro! ¡Tú, cuyo cuerpo lleva el color de luto y cuyo rostro cordial causa la dicha de nuestros umbrales, di algunos versos que sean maravillas tan rojas como el sol!"
Entonces la negra Pupila-del-Ojo cogió el laúd y tocó variantes de veinte maneras diferentes. Después de lo cual volvió a la primera música y entonó esta canción que cantaba a menudo, y que había compuesto al modo impar:
¡Ojos míos, dejad correr abundantemente las lágrimas, pues ha sido asesinado mi corazón por el fuego de mi amor!
¡Todo este fuego que me abrasa, toda esta pasión que me consume, se los debo al amigo cruel que me hace languidecer, al cruel que constituye la alegría de mis rivales!
¡Mis censores me reconvienen y me animan a renunciar a las rosas de sus mejillas floridas!
Pero ¿qué voy a hacer si tengo el corazón sensible a las flores y a las rosas?
¡Ahora, he aquí la copa de vino que circula allá lejos!
¡Y los sonidos de la guitarra invitan al placer a nuestras simas, y a la voluptuosidad a nuestros cuerpos!...
¡Pero a mí no me gusta más que su aliento!
¡Mis mejillas ¡ay de mí! están marchitas por el fuego de mis deseos! Pero ¡qué me importa! ¡He aquí las rosas del paraíso: sus mejillas!
¡Qué me importa, puesto que le adoro! ¡A no ser que mi crimen resulte demasiado grande por querer a la criatura!
Al oír estos versos, el dueño de Pupila-del-Ojo se conmovió de gusto, y después de mojar los labios en la copa, se la ofreció a la joven, que se la bebió.
Tras de lo cual, las seis se levantaron a un tiempo, y besaron la tierra entre las manos de su amo, y le rogaron que les dijera cuál le había encantado más y qué voz y versos le habían sido más gratos. Y Alí El-Yamaní se vio en el límite de la perplejidad, y estuvo contemplándolas mucho rato, admirando sus hechizos y sus méritos con miradas indecisas, y pensaba en su interior que sus formas y colores eran igualmente admirables.
Y acabó por decidirse a hablar, y dijo:
"¡Loor a Alah, el Distribuidor de gracias y belleza, que me ha dado en vosotras seis mujeres maravillosas, dotadas de todas las perfecciones! Pues bien; declaro que os prefiero a todas por igual, y que no puedo faltar a mi conciencia otorgando a una de vosotras la supremacía. ¡Venid, pues, corderas mías, a besarme todas a un tiempo!"
Al oír estas palabras de su amo, las seis jóvenes se echaron en sus brazos, y durante una hora le hicieron mil caricias, a las que correspondió él.
Y luego las formó en corro ante sí, y les dijo: "No he querido cometer la injusticia de determinar mi elección de una de vosotras, concediéndole la preferencia entre sus compañeras. Pero lo que no he hecho yo, podéis hacerlo vosotras. Todas estáis versadas igualmente en la lectura del Korán y en la literatura; habéis leído los anales de los antiguos y la historia de nuestros padres musulmanes; por último, estáis dotadas de elocuencia y dicción maravillosas. Quiero, pues, que cada cual se prodigue las alabanzas que crea merecer; que realce sus artes y cualidades y rebaje los hechizos de su rival. De modo que la lucha ha de trabarse, por ejemplo, entre dos rivales de colores o formas diferentes, entre la blanca y la negra, la gruesa y la delgada, la rubia y la morena; pero en esa lucha no se han de usar más armas que las máximas hermosas, las citas de sabios, la autoridad de los poetas y el auxilio del Korán...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
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