diumenge, 31 de maig del 2020

LA 312ª NOCHE


Y CUANDO LLEGÓ LA 312ª NOCHE
Ella dijo:
... un tronco de caballos de la más pura raza árabe.

Entonces me vi obligado a partir, contra mi gusto aquella vez, y me embarqué en una nave que salía de Bassra.

Tanto nos favoreció el destino, que a los dos meses, día tras día, llegamos a Serendib con toda seguridad. Y me apresuré a llevar al rey la carta y los obsequios del Emir de los Creyentes.

Al verme, se alegró y satisfizo el rey, quedando muy complacido de la cortesía del califa. Quiso entonces retenerme a su lado una larga temporada, pero yo no accedí a quedarme más que el tiempo preciso para descansar. Después de lo cual me despedí de él, y colmado de consideraciones y regalos, me apresuré a embarcarme de nuevo para tomar el camino de Bassra, por donde había ido.

Al principio nos fue favorable el viento, y el primer sitio a que arribamos fue una isla llamada la isla de Sin. Y realmente, hasta entonces habíamos estado contentísimos, y durante toda la travesía hablábamos unos con otros, conversando tranquila y agradablemente acerca de mil cosas.

Pero un día, a la semana después de haber dejado la isla, en la cual los mercaderes habían hecho varios cambios y compras, mientras estábamos tendidos tranquilos, como de costumbre, estalló de pronto sobre nuestras cabezas una tormenta terrible y nos inundó una lluvia torrencial. Entonces nos apresuramos a tender tela de cáñamo encima de nuestros fardos y mercancías, para evitar que el agua los estropease, y empezamos a suplicar a Alah que alejase el peligro de nuestro camino.

En tanto permanecíamos en aquella situación, el capitán del buque se levantó, apretose el cinturón a la cintura, se remangó las mangas y la ropa, y después subió al palo mayor, desde el cual estuvo mirando bastante tiempo a derecha e izquierda. Luego bajó con la cara muy amarilla, nos miró con aspecto completamente desesperado, y en silencio empezó a golpearse el rostro y a mesarse las barbas. Entonces corrimos hacia él muy asustados, y le preguntamos: "¿Qué ocurre?" y él contestó: "¡Pedidle a Alah que nos saque del abismo en que hemos caído!

¡O más bien, llorad por todos y despedíos unos de otros! ¡Sabed que la corriente nos ha desviado de nuestro camino, arrojándonos a los confines de los mares del mundo!"

Y después de haber hablado así, el capitán abrió un cajón, y sacó de él un saco de algodón, del cual extrajo polvo que parecía ceniza. Mojó el polvo con un poco de agua, esperó algunos momentos, v se puso luego a aspirar aquel producto.

Después sacó del cajón un libro pequeño, leyó entre dientes algunas páginas, y acabó por decirnos: "Sabed ¡oh pasajeros! que el libro prodigioso acaba de confirmar mis suposiciones. La tierra que se dibuja ante nosotros en lontananza es la tierra conocida con el nombre de Clima de los Reyes. Ahí se encuentra la tumba de nuestro señor Soleimán ben-Daúd. (Salomón hijo de David) ¡Con ambos la plegaria y la paz!

Ahí se crían monstruos y serpientes de espantable catadura. ¡Además, el mar en que nos encontramos está habitado por monstruos marinos que se pueden tragar de un bocado los navíos mayores con cargamento y pasajeros! ¡Ya estáis avisados! ¡Adiós!"

Cuando oímos estas palabras del capitán, quedamos de todo punto estupefactos, y nos preguntábamos qué espantosa catástrofe iría a pasar, cuando de pronto nos sentimos levantados con barco y todo, y después hundidos bruscamente, mientras se alzaba del mar un grito más terrible que el trueno.

Tan espantados quedamos, que dijimos nuestra última oración, y permanecimos inertes como muertos. Y de improviso vimos que sobre el agua revuelta y delante de nosotros avanzaba hacia el barco un monstruo tan alto y tan grande como una montaña, y después otro monstruo mayor, y detrás otro tan enorme como los dos juntos. Este último brincó de pronto por el mar, que se abría como una sima, mostró una boca más profunda que un abismo, y se tragó las tres cuartas partes del barco con cuanto contenía.

Yo tuve el tiempo justo para retroceder hacia lo alto del buque y saltar al mar, mientras el monstruo acababa de tragarse la otra cuarta parte, y desaparecía en las profundidades con sus dos compañeros.

Logré agarrarme a uno de los tablones que habían saltado del barco al darle la dentellada el monstruo marino, y después de mil dificultades pude llegar a una isla que, afortunadamente, estaba cubierta de árboles frutales y regada por un río de agua excelente. Pero noté que la corriente del río era rápida hasta el punto de que el ruido que hacía oíase muy a lo lejos.

Entonces, al recordar cómo me salvé de la muerte en la isla de las pedrerías, concebí la idea de construir una balsa igual a la anterior y dejarme llevar por la corriente. En efecto, a pesar de lo agradable de aquella isla nueva, yo pretendía volver a mi país. Y pensaba: "Si logro salvarme, todo irá bien, y haré voto de no pronunciar siquiera la palabra "viaje", y de pensar en tal cosa durante el resto de mi vida.

En cambio, si perezco en la tentativa, todo irá bien asimismo, porque acabaré definitivamente con peligros y tribulaciones".

Me levanté, pues, inmediatamente, y después de haber comido alguna fruta, recogí muchas ramas grandes, cuya especie ignoraba entonces, aunque luego supe eran de sándalo, de la calidad más estimada por los mercaderes, a causa de su rareza. Después empecé a buscar cuerdas y cordeles, y al principio no los encontré; pero vi en los árboles unas plantas trepadoras y flexibles, muy fuertes, que podían servirme. Corté las que me hicieron falta, y las utilicé para atar entre sí las ramas grandes de sándalo. Preparé de este modo una enorme balsa, en la cual coloqué fruta en abundancia, y me embarqué, diciendo:

"¡Si me salvo, lo habrá querido Alah!"

Apenas subí a la balsa y me hube separado de la orilla, me vi arrastrado con una rapidez espantosa por la corriente, y sentí vértigos, y caí desmayado encima del montón de fruta, exactamente igual que un pollo borracho.

Al recobrar el conocimiento, miré a mí alrededor, y quedé más inmóvil de espanto que nunca, y ensordecido por un ruido como el del trueno. El río no era más que un torrente de espuma hirviente, y más veloz que el viento, que, chocando con estrépito contra las rocas, se lanzaba hacia un precipicio que adivinaba yo más que veía. ¡Indudablemente iba a hacerme pedazos en él, despeñándome sabe quién desde qué altura!

Ante esta idea aterradora, me agarré con todas mis fuerzas a las ramas de la balsa, y cerré los ojos instintivamente para no verme aplastado y destrozado, e invoqué el nombre de Alah antes de morir. Y de pronto, en vez de rodar hasta el abismo, comprendí que la balsa se paraba bruscamente encima del agua, y abrí los ojos un minuto para saber a qué distancia estaba de la muerte, y no fue para verme estrellado contra los peñascos, sino cogido con mi balsa en una inmensa red que unos hombres echaron sobre mí desde la ribera.

De esta suerte me hallé cogido y llevado a tierra, y allí me sacaron medio vivo y medio muerto de entre las mallas de la red, en tanto transportaban a la orilla mi balsa.

Mientras yo permanecía tendido, inerte y tiritando, se adelantó hacia mí un venerable jeique de barbas blancas, que empezó por desearme la bienvenida y por cubrirme con ropa caliente, que me sentó muy bien ...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

dimecres, 27 de maig del 2020

LA 311ª NOCHE


Y CUANDO LLEGÓ LA 311ª NOCHE
Ella dijo:

...y muchos cocoteros.

Un día, el rey de Serendib me interrogó acerca de los asuntos públicos de Bagdad y del modo que tenía de gobernar el califa Harún Al-Raschid. Y yo le conté cuán equitativo y magnánimo era el califa y le hablé extensamente de sus méritos y buenas cualidades. Y el rey de Serendib se maravilló v me dijo: "¡Por Alah! ¡Veo que el califa conoce verdaderamente la cordura y el arte de gobernar su Imperio, y acabas de hacer que le tome gran afecto! ¡De modo que desearía prepararle algún regalo digno de él, y enviárselo contigo!" Yo contesté enseguida: "¡Escucho y obedezco, oh señor! ¡Ten la seguridad de que entregaré fielmente tu regalo al califa, que llegará al límite del encanto! ¡Y al mismo tiempo le diré cuán excelente amigo suyo eres y que puede contar con tu alianza!"

Oídas estas palabras, el rey de Serendib dio algunas órdenes a sus chambelanes que se apresuraron a obedecer. Y he aquí en qué consistía el regalo que me dieron para el califa Harún Al-Raschid.

Primeramente había una gran vasija tallada en un solo rubí de color admirable, que tenía medio pie de altura y un dedo de espesor. Esta vasija, en forma de copa, estaba completamente llena de perlas redondas y blancas, como una avellana cada una. Además, había una alfombra hecha con una enorme piel de serpiente, con escamas grandes como un dinar de oro, que tenía la virtud de curar todas las enfermedades a quienes se acostaban en ella. En tercer lugar había doscientos granos de un alcanfor exquisito, cada cual del tamaño de un alfónsigo. En cuarto lugar había dos colmillos de elefante, de doce codos de largo cada uno y dos de ancho en la base. Y por último había una hermosa joven de Serendib, cubierta de pedrerías.

Al mismo tiempo el rey me entregó una carta para el Emir de los Creyentes, diciéndome: "Discúlpame con el califa de lo poco que vale mi regalo. ¡Y has de decirle lo mucho que le quiero!" Y yo contesté: "¡Escucho y obedezco!" Y le besé la mano.

Entonces me dijo: "De todos modos, Sindbad, si prefieres quedarte en mi reino, te tendré sobre mi cabeza y mis ojos; y en ese caso enviaré a otro en tu lugar junto al califa de Bagdad". Entonces exclamé: "¡Por Alah! Tu esplendidez es gran esplendidez, y me has colmado de beneficios. ¡Pero precisamente hay un barco que va a salir para Bassra y mucho desearía embarcarme en él para volver a ver a mis parientes, a mis hijos y mi tierra!".

Oído esto, el rey no quiso insistir en que me quedase, y mandó llamar inmediatamente al capitán del barco, así como a los mercaderes que iban a ir conmigo, y me recomendó mucho a ellos, encargándoles que me guardaran toda clase de consideraciones. Pagó el precio de mi pasaje y me regaló muchas preciosidades que conservo todavía, pues no pude decidirme a vender lo que me recuerda al excelente rey de Serendib.

Después de despedirme del rey y de todos los amigos que me hice durante mi estancia en aquella isla tan encantadora, me embarqué en la nave, que en seguida se dio a la vela. Partimos con viento favorable y navegamos de isla en isla y de mar en mar, hasta que, gracias a Alah, llegamos con toda seguridad a Bassra, desde donde me dirigí a Bagdad con mis riquezas y el presente destinado al califa.

De modo que lo primero que hice fue encaminarme al palacio del Emir de los Creyentes; me introdujeron en el salón de recepciones, y besé la tierra entre las manos del califa, entregándole la carta y los presentes, y contándole mi aventura con todos sus detalles.

Cuando el califa acabó de leer la carta del rey de Serendib y examinó los presentes, me preguntó si aquel rey era tan rico y poderoso como lo indicaban su carta y sus regalos. Yo contesté: "¡Oh Emir de los Creyentes! Puedo asegurar que el rey de Serendib no exagera. Además, a su poderío y su riqueza añade un gran sentimiento de justicia, y gobierna sabiamente a su pueblo. Es el único kadí de su reino cuyos habitantes son, por cierto, tan pacíficos que nunca suelen tener litigios. Verdaderamente, el rey es digno de tu amistad, ¡oh Emir de los Creyentes!"

El califa quedó satisfecho de mis palabras, y me dijo: "La carta que acabo de leer y tu discurso me demuestran que el rey de Serendib es un hombre excelente que no ignora los preceptos de la sabiduría y sabe vivir. ¡Dichoso el pueblo gobernado por él!"

Después el califa me regaló un ropón de honor y ricos presentes, y me colmó de preeminencias y prerrogativas, y quiso que escribieran mi historia los escribas más hábiles para conservarla en los archivos del reino.

Y me retiré entonces, y corrí a mi calle y a mi casa, y viví en el seno de las riquezas y los honores, entre mis parientes y amigos, olvidando las pasadas tribulaciones y sin pensar más que en extraer de la existencia cuantos bienes pudiera proporcionarme.

Y tal es mi historia durante el sexto viaje. Pero mañana, ¡oh huéspedes míos! os contaré la historia de mi séptimo viaje, que es más maravilloso y más admirable, y más abundante en prodigios que los otros seis juntos".

Y Sindbad el Marino mandó poner el mantel para el festín y dio de comer a sus huéspedes, incluso a Sindbad el Cargador, a quien mandó entregaran, antes de que se fuera, cien monedas de oro, como los demás días.

Y el cargador se retiró a su casa, maravillado de cuanto acababa de oír. Y al día siguiente hizo su oración de la mañana y volvió al palacio de Sindbad el Marino.

Cuando estuvieron reunidos todos los invitados y comieron, y bebieron, y conversaron, y rieron y oyeron los cantos y la música, se colocaron en corro, graves y silenciosos.

Y habló así Sindbad el Marino:

LA SÉPTIMA HISTORIA DE LAS HISTORIAS DE SINDBAD EL MARINO, 
QUE TRATA DEL SÉPTIMO Y ULTIMO VIAJE

"Sabed, ¡oh amigos míos! que al regresar del sexto viaje di resueltamente de lado a toda idea de emprender en lo sucesivo otros, pues aparte de que mi edad me impedía hacer excursiones lejanas, ya no tenía yo deseos de acometer nuevas aventuras, tras de tanto peligro corrido y tanto mal experimentado. Además, había llegado a ser el hombre más rico de Bagdad, y el califa me mandaba llamar con frecuencia para oír de mis labios el relato de las cosas extraordinarias que en mis viajes vi.

Un día que el califa ordenó que me llamaran, según costumbre, me disponía a contarle una, o dos, o tres de mis aventuras, cuando me dijo: "Sindbad, hay que ir a ver al rey de Serendib para llevarle mi contestación y los regalos que le destino.

¡Nadie conoce como tú el camino de esa tierra, cuyo rey se alegrará mucho de volver a verte! ¡Prepárate, pues, a salir hoy mismo, porque no me estaría bien quedar en deuda con el rey de aquella isla, ni sería digno retrasar más la respuesta y el envío!

Ante mi vista se ennegreció el mundo, y llegué al límite de la perplejidad y la sorpresa al oír estas palabras del califa.

Pero logré dominarme, para no caer en su desagrado. Y aunque había hecho voto de no volver a salir de Bagdad, besé la tierra entre las manos del califa y contesté oyendo y obedeciendo. Entonces ordenó que me dieran mil dinares de oro para mis gastos de viaje, y me entregó una carta de su puño y letra y los regalos destinados al rey de Serendib.

Y he aquí en qué consistían los regalos: en primer lugar una magnífica, cama, completa, de terciopelo carmesí, que valía una cantidad enorme de dinares de oro; además había otra cama de otro color, y otra de otro; había también cien trajes de tela fina y bordada de Kufa y Alejandría, y cincuenta de Bagdad. Había una vasija de cornalina blanca, procedente de tiempos muy remotos, en cuyo fondo figuraba un guerrero armado con su arco tirante contra un león. Y había otras muchas cosas que sería prolijo enumerar, y un tronco de caballos de la más pura raza árabe...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.


dilluns, 25 de maig del 2020

LA 310ª NOCHE


Y CUANDO LLEGÓ LA 310ª NOCHE
Ella dijo:

... empecé a morderme las manos con desesperación.

Me decidí entonces a levantarme, y empecé a abrir una fosa profunda, diciendo para mí: "Cuando sienta llegar mi último momento, me arrastraré hasta aquí y me meteré en la fosa, donde moriré. ¡El viento se encargará de acumular poco a poco la arena encima de mi cabeza y llenará el hoyo!" Y mientras verificaba aquel trabajo, me echaba en cara mi falta de inteligencia y mi salida de mi país, después de todo lo que me había ocurrido en mis diferentes viajes, y de lo que había experimentado la primera, y la segunda, y la tercera, y la cuarta, y la quinta vez, siendo cada prueba peor que la anterior.

Y decía para mí: "¡Cuántas veces te arrepentiste para volver a empezar! ¿Qué necesidad tenías de viajar nuevamente? ¿No poseías en Bagdad riquezas bastantes para gastar sin cuenta y sin temor a que se te acabaran nunca los fondos suficientes para dos existencias como la tuya?"

A estos pensamientos sucedió pronto otra reflexión, sugerida por la vista del río. En efecto, pensé: ¡Por Alah! Ese río indudablemente ha de tener un principio y un fin. Desde aquí veo el principio, pero el fin es invisible. No obstante, ese río que se interna así por debajo de la montaña, sin remedio ha de salir al otro lado por algún sitio. De modo que la única idea práctica para escaparme de aquí es construir una embarcación cualquiera, meterme en ella y dejarme llevar por la corriente del agua que entra en la gruta. ¡Si es mi destino, ya encontraré de ese modo el medio de salvarme; si no, moriré ahí dentro, y será menos espantoso que perecer de hambre en esta playa!

Me levanté, pues, algo animado por esta idea, y enseguida me puse a ejecutar mi proyecto. Junté grandes haces de madera de áloe comarí y chino; los até sólidamente con cuerdas; coloqué encima grandes tablones recogidos de la orilla y procedentes de los barcos náufragos, y con todo confeccioné una balsa tan ancha como el río, o mejor dicho algo menos ancha, pero poco.

Terminado este trabajo, cargué la balsa con algunos sacos llenos de rubíes, perlas y toda clase de pedrerías, escogiendo las más gordas, que eran como guijarros, y cogí también algunos fardos de ámbar gris, que elegí muy bueno y libre de impurezas; y no dejé tampoco de llevarme las provisiones que me quedaban. Lo puse todo bien acondicionado sobre la balsa, que cuidé de proveer de dos tablas a guisa de remos, y acabé por embarcarme en ella, confiando en la voluntad de Alah y recordando estos versos del poeta:

¡Amigo, apártate de los lugares en que reine la opresión, y deja que resuene la morada con los gritos de duelo de quienes la construyeron!

¡Encontrarás tierra distinta de tu tierra; pero tu alma es una sola y no encontrarás otra!

¡Y no te aflijas ante los accidentes de las noches, pues por muy grandes que sean las desgracias, siempre tienen un término!

¡Y sabe que aquel cuya muerte fue decretada de antemano en una tierra, no podrá morir en otra
!
¡Y en tu desgracia no envíes mensajes a ningún consejero; ningún consejero es mejor que el alma propia!

La balsa fue pues, arrastrada por la corriente bajo la bóveda de la gruta, donde empezó a rozar con aspereza contra las paredes, y tamben mi cabeza recibió varios choques, mientras que yo, espantado por la oscuridad completa en que me vi de pronto, quería ya volver a la playa. Pero no podía retroceder; la fuerte corriente me arrastraba cada vez más adentro y el cauce del río tan pronto se estrechaba como se ensanchaba, en tanto que iban haciéndose más densas las tinieblas a mi alrededor, cansándome muchísimo. Entonces, soltando los remos, que por cierto no me servían para gran cosa, me tumbé boca abajo en la balsa con objeto de no romperme el cráneo contra la bóveda, y no sé cómo, fui insensibilizándome en un profundo sueño.

Debió éste durar un año o más, a juzgar por la pena que lo originó. El caso es que al despertarme me encontré en plena claridad. Abrí los ojos y me encontré tendido en la hierba de una vasta campiña, y mi balsa estaba amarrada junto a un río; y alrededor de mí había indios y abisinios.

Cuando me vieron ya despierto aquellos hombres, se pusieron a hablarme, pero no entendí nada de su idioma y no les pude contestar. Empezaba a creer que era un sueño todo aquello cuando advertí que hacia mí avanzaba un hombre, que me dijo en árabe: "¡La paz contigo!, ¡oh hermano nuestro! ¿Quién eres, de dónde vienes y qué motivo te trajo a este país? Nosotros somos labradores que venimos aquí a regar nuestros campos y plantaciones. Vimos la balsa en que te dormiste y la hemos sujetado y amarrado a la orilla. Después nos aguardamos a que despertaras tú solo, para no asustarte. ¡Cuéntanos ahora qué aventura te condujo a este lugar!"

Pero yo contesté: "¡Por Alah! sobre ti, oh señor ¡dame primeramente de comer, porque tengo hambre, y pregúntame luego cuanto gustes!".

Al oír estas palabras, el hombre se apresuró a traerme alimento, y comí hasta que me encontré harto, y tranquilo, y reanimado. Entonces comprendí que recobraba el alma, y di gracias a Alah por lo ocurrido, y me felicité de haberme librado de aquel río subterráneo. Tras de lo cual conté a quienes me rodeaban todo lo que me aconteció, desde el principio hasta el fin.

Cuando hubieron oído mi relato, quedaron maravillosamente asombrados, y conversaron entre sí, y el que hablaba árabe me explicaba lo que se decían, como también les había hecho comprender mis palabras. Tan admirados estaban, que querían llevarme junto a su rey para que oyera mis aventuras.

Yo consentí inmediatamente, y me llevaron. Y no dejaron tampoco de transportar la balsa como estaba, con sus fardos de ámbar y sus sacos llenos de pedrería.

El rey, al cual le contaron quién era yo, me recibió con mucha cordialidad, y después de recíprocas zalemas me pidió que yo mismo le contase mis aventuras.

Al punto obedecí, y le narré cuanto me había ocurrido, sin omitir nada. Pero no es necesario repetirlo.

Oído mi relato, el rey de aquella isla, que era la de Serendib, llegó al límite del asombro y me felicitó mucho por haber salvado la vida a pesar de tanto peligro corrido. Enseguida quise demostrarle que los viajes me sirvieron de algo, y me apresuré a abrir en su presencia mis sacos y mis fardos.

Entonces el rey, que era muy inteligente en pedrería, admiró mucho mi colección, y yo, por deferencia a él, escogí un ejemplar muy hermoso de cada especie de piedra, como asimismo perlas grandes y pedazos enteros de oro y plata, y se los ofrecí de regalo.

Avínose a aceptarlos, y en cambio me colmó de consideraciones y honores, y me rogó que habitara en su propio palacio. Así lo hice, y desde aquel día llegué a ser amigo del rey y uno de los personajes principales de la isla. Y todos me hacían preguntas acerca de mi país, y yo les contestaba y les interrogaba acerca del suyo, y me respondían.

Así supe que la isla de Serendib tenía ochenta parasangas de longitud y ochenta de anchura; que poseía una montaña que era la más alta del mundo, en cuya cima había vivido nuestro padre Adán cierto tiempo; que encerraba muchas perlas y piedras preciosas, menos bellas, en realidad, que las de mis fardos, y muchos cocoteros...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.


divendres, 22 de maig del 2020

LA 309ª NOCHE


Y CUANDO LLEGÓ LA 309ª NOCHE
Ella dijo:

... y abandonamos en paz la ciudad de Bassra.

No dejamos de navegar de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad, vendiendo, comprando y alegrando la vista con el espectáculo de los países de los hombres, viéndonos favorecidos constantemente por una feliz navegación, que aprovechábamos para gozar de la vida. Pero un día entre los días, cuando nos creíamos en completa seguridad, oímos gritos de desesperación. Era nuestro capitán quien los lanzaba. Al mismo tiempo le vimos tirar al suelo el turbante, golpearse el rostro, mesarse las barbas y dejarse caer en mitad del buque, presa de un pesar inconcebible.

Entonces todos los mercaderes y pasajeros le rodeamos, y le preguntamos: "¡Oh, capitán! ¿Qué sucede?". El capitán respondió: "Sabed, buena gente, aquí reunida, que nos hemos extraviado con nuestro navío, y hemos salido del mar en que estábamos para entrar en otro mar cuya derrota no conocemos. Y si Alah no nos depara algo que nos salve de este mar, quedaremos aniquilados cuantos estamos aquí. ¡Por lo tanto, hay que suplicar a Alah el Altísimo que nos saque de este trance!"

Dicho esto, el capitán se levantó y subió al palo mayor, y quiso arreglar las velas; pero de pronto sopló con violencia el viento y echó al navío hacia atrás tan bruscamente, que se rompió el timón cuando estábamos cerca de una alta montaña. Entonces el capitán bajó del palo, y exclamó: "¡No hay fuerza ni recurso más que en Alah el Altísimo y Todopoderoso! ¡Nadie puede detener el Destino! ¡Por Alah! ¡Hemos caído en una perdición espantosa, sin ninguna probabilidad de salvarnos!".

Al oír tales palabras, todos los pasajeros se echaron a llorar por propio impulso, y despidiéndose unos de otros antes de que se acabase la existencia y se perdiera toda esperanza. De pronto el navío se inclinó hacia la montaña, y se estrelló y se dispersó en tablas por todas partes. Y cuantos estaban dentro se sumergieron. Y los mercaderes cayeron al mar. Y unos se ahogaron y otros se agarraron a la montaña consabida y pudieron salvarse. Yo fui de los que pudieron agarrarse a la montaña.

Estaba la tal montaña situada en una isla muy grande, cuyas costas aparecían cubiertas por restos de buques naufragados y de toda clase de residuos. En el sitio en que tomamos tierra, vimos a nuestro alrededor una cantidad prodigiosa de fardos y mercaderías, y objetos valiosos de todas clases arrojados por el mar.

Y yo empecé a andar por en medio de aquellas cosas dispersas y a los pocos pasos llegué a un riachuelo de agua dulce que, al revés de todos los demás ríos, que van a desaguar en el mar, salía de la montaña y se alejaba del mar, para internarse más adelante en una gruta situada al pie de aquella montaña y desaparecer por ella.

Pero había más. Observé que las orillas de aquel río estaban sembradas de piedras, de rubíes, de gemas de todos los colores, de pedrería de todas formas y de metales preciosos. Y todas aquellas piedras preciosas abundaban tanto como los guijarros en el cauce de un río. Así es que todo aquel terreno brillaba y centelleaba con mil reflejos y luces, de manera que los ojos no podían soportar su resplandor.

Noté también que aquella isla contenía la mejor calidad de madera de áloe chino y de áloe comarí.

También había en aquella isla una fuente de ámbar bruto líquido, del color del betún, que manaba como cera derretida por el suelo bajo la acción del sol y salían del mar grandes peces para devorarlo. Y se lo calentaban dentro y lo vomitaban al poco tiempo en la superficie del agua, y entonces se endurecía y cambiaba de naturaleza y de color. Y las olas lo llevaban a la orilla, embalsamándola. En cuanto al ámbar que no tragaban los peces, se derretía bajo la acción de los rayos del sol, y esparcía por toda la isla un olor semejante al del almizcle.

He de deciros asimismo que todas aquellas riquezas no le servían a nadie, puesto que nadie pudo llegar a aquella isla y salir de ella vivo ni muerto. En efecto, todo navío que se acercaba a sus costas estrellábase contra la montaña; y nadie podía subir a la montaña, porque era inaccesible.

De modo que los pasajeros que lograron salvarse del naufragio de nuestra nave, y yo entre ellos, quedamos muy perplejos, y estuvimos en la orilla, asombrados con todas las riquezas que teníamos a la vista, y con la mísera suerte que nos aguardaba en medio de tanta suntuosidad.

Así estuvimos durante bastante rato en la orilla, sin saber qué hacer, y después, como habíamos encontrado algunas provisiones, nos las repartimos con toda equidad. Y mis compañeros, que no estaban acostumbrados a las aventuras, se comieron su parte de una vez o en dos; y no tardaron al cabo de cierto tiempo, variable según la resistencia de cada cual, en sucumbir uno tras otro por falta de alimento. Pero yo supe economizar con prudencia mis víveres y no comí más que una vez al día, aparte de que había encontrado otras provisiones, de las cuales no dije palabra a mis compañeros.

Los primeros que murieron fueron enterrados por los demás después de lavarles y meterles en sudarios confeccionados con las telas recogidas en la orilla. Con las privaciones vino a complicarse una epidemia de dolores de vientre, originada por el clima húmedo del mar. Así es que mis compañeros no tardaron en morir hasta el último, y yo abrí con mis manos la huesa del postrer camarada.

En aquel momento ya me quedaban muy pocas provisiones, a pesar de mi economía y prudencia, y como veía acercarse el momento de la muerte, empecé a llorar por mí, pensando: "¿Por qué no sucumbí antes que mis compañeros, que me hubieran rendido el último tributo, lavándome y sepultándome? ¡No hay recurso ni fuerza más que en Alah el Omnipotente!" Y enseguida empecé a morderme las manos de desesperación...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.


dijous, 21 de maig del 2020

LA 308ª NOCHE


Y CUANDO LLEGÓ LA 308ª NOCHE
Ella dijo:

...¡Ojala no haya tenido Alah nunca compasión de su alma!

A la vista de su cadáver, me sentí el alma todavía más aligerada que el cuerpo, y me puse a correr de alegría, y así llegué a la playa, al mismo sitio donde me arrojó el mar cuando el naufragio de mi navío.

Quiso el Destino que precisamente en aquel momento se encontrasen allí unos marineros que desembarcaron de un navío anclado para buscar agua y frutas. Al verme, llegaron al límite del asombro, y me rodearon y me interrogaron después de mutuas zalemas. Y les conté lo que acababa de ocurrirme, cómo había naufragado y cómo estuve reducido al estado de perpetuo animal de carga para el jeique a quien hube de matar.

Estupefactos quedaron los marineros con el relato de mi historia, y exclamaron: "¡Es prodigioso que pudieras librarte de ese jeique, conocido por todos los navegantes con el nombre de Anciano del mar! Tú eres el primero a quien no estranguló, porque siempre ha ahogado entre sus muslos a cuantos tuvo a su servicio. ¡Bendito sea Alah, que te libró de él!"

Después de lo cual, me llevaron a su navío, donde su capitán me recibió cordialmente, y me dio vestidos con qué cubrir mi desnudez; y luego que le hube contado mi aventura, me felicitó por mi salvación, y nos hicimos a la vela.

Tras varios días y varias noches de navegación, entramos en el puerto de una ciudad que tenía casas muy bien construidas junto al mar. Esta ciudad llamábase la Ciudad de los Monos, a causa de la cantidad prodigiosa de monos que habitaban en los árboles de las inmediaciones. Bajé a tierra acompañado por uno de los mercaderes del navío, con el objeto de visitar la ciudad y procurar hacer algún negocio. El mercader con quien entablé amistad me dio un saco de algodón, y me dijo: "Toma este saco, llénale de guijarros y agrégate a los habitantes de la ciudad que salen ahora de sus muros. Imita exactamente lo que les veas hacer. Y así ganarás muy bien tu vida".

Entonces hice lo que él me aconsejaba; llené de guijarros mi saco, y cuando terminé aquel trabajo, vi salir de la ciudad a un tropel de personas, igualmente cargada cada cual con un saco parecido al mío. Mi amigo el mercader me recomendó a ellas cariñosamente, diciéndoles: "Es un hombre pobre y extranjero. ¡Llevadle con vosotros para enseñarle a ganarse aquí la vida! ¡Si le hacéis tal servicio, seréis recompensados pródigamente por el Retribuidor!" Ellos contestaron que escuchaban y obedecían, y me llevaron consigo.

Después de andar durante algún tiempo, llegamos a un valle cubierto de árboles tan altos, que resultaba imposible subir a ellos; y estos árboles estaban poblados por los monos, y sus ramas aparecían cargadas de frutos de corteza dura llamados cocos de Indias.

Nos detuvimos al pie de aquellos árboles, y mis compañeros dejaron en tierra los sacos y pusiéronse a apedrear a los monos, tirándoles piedras. Y yo hice lo que ellos. Entonces, furiosos, los monos nos respondieron tirándonos desde lo alto de los árboles una cantidad enorme de cocos. Y nosotros, procurando resguardarnos, recogíamos aquellos frutos y llenábamos nuestros sacos con ellos.

Una vez llenos los sacos, nos los cargamos de nuevo a hombros, y volvimos a emprender el camino de la ciudad, en la cual un mercader me compró el saco, pagándome en dinero. Y de este modo continué acompañando todos los días a los recolectores de cocos y vendiendo en la ciudad aquellos frutos, y así estuve hasta que poco a poco, a fuerza de acumular lo que ganaba, adquirí una fortuna que engrosó por sí sola después de diversos cambios y compras, y me permitió embarcarme en un navío que salía para el Mar de las Perlas.

Como tuve cuidado de llevar conmigo una cantidad prodigiosa de cocos, no dejé de cambiarlos por mostaza y canela a mi llegada a diversas islas; y después vendí la mostaza y la canela, y con el dinero que gané me fui al Mar de las Perlas, donde contraté buzos por mi cuenta. Fue muy grande mi suerte en la pesca de perlas, pues me permitió realizar en poco tiempo una gran fortuna. Así es que no quise retrasar más el regreso, y después de comprar, para mi uso personal, madera de áloe de la mejor calidad a los indígenas de aquel país descreído, me embarqué en un buque que se hacía a la vela para Bassra, adonde arribé felizmente después de una excelente navegación. Desde allí salí enseguida para Bagdad, y corrí a mi calle y a mi casa, donde me recibieron con grandes manifestaciones de alegría mis parientes y mis amigos.

Como volvía más rico que jamás lo había estado, no dejé de repartir en torno mío el bienestar, haciendo muchas dádivas a los necesitados. Y viví en un reposo perfecto desde el seno de la alegría y los placeres.

Luego, terminada esta historia, Sindbad el Marino, según su costumbre, hizo que entregaran las cien monedas de oro al cargador, que con los demás comensales retirose maravillado, después de cenar. Y al día siguiente, después de un festín tan suntuoso como el de la víspera, Sindbad el Marino habló en los siguientes términos ante la misma asistencia:


LA SEXTA HISTORIA DE LAS HISTORIAS DE SINDBAD EL MARINO, 
QUE TRATA DEL SEXTO VIAJE

"Sabed, ¡oh todos vosotros mis amigos, mis compañeros y mis queridos huéspedes! que al regreso de mi quinto viaje estaba yo un día sentado delante de mi puerta tomando el fresco, y he aquí que llegué al límite del asombro cuando vi pasar por la calle unos mercaderes que al parecer volvían de viaje. Al verlos recordé con satisfacción los días de mis retornos, la alegría que experimentaba al encontrar a mis parientes, amigos y antiguos compañeros, la alegría, mayor aún, de volver a ver mi país natal; y este recuerdo incitó a mi alma al viaje y al comercio. Resolví, pues, viajar; compré ricas y valiosas mercaderías a propósito para el comercio por mar, mandé cargar los fardos y partí de la ciudad de Bagdad con dirección a la de Bassra. Allí encontré una gran nave llena de mercaderías y de notables, que llevaban consigo mercancías suntuosas. Hice embarcar mis fardos con los suyos a bordo de aquel navío, y abandonamos en paz la ciudad de Bassra...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana y se calló discretamente.


dimecres, 20 de maig del 2020

LA 307ª NOCHE


Y CUANDO LLEGÓ LA 307ª NOCHE
Ella dijo:

... y todo lo encontré lo más excelente posible. Así es que no me moví del sitio en que me hallaba, y continué reposando de mis fatigas hasta que acabó el día.

Pero cuando llegó la noche y me vi en aquella isla, solo entre los árboles, no pude por menos de tener un miedo atroz, a pesar de la belleza y la paz que me rodeaban; no logré dormirme más que a medias, y durante el sueño me asaltaron pesadillas terribles en medio de aquel silencio y aquella soledad.

Al amanecer me levanté más tranquilo y avancé en mi exploración. De esta suerte pude llegar junto a un estanque donde iba a dar el agua de un manantial, y a la orilla del estanque hallábase sentado, inmóvil, un venerable anciano cubierto con amplio manto hecho de hojas de árbol. Y pensé para mí: "¡También este anciano debe de ser algún náufrago que se refugiara antes que yo en esta isla!".

Me acerqué, pues, a él y le deseé la paz. Me devolvió el saludo, pero solamente por señas y sin pronunciar palabra. Y le pregunté: "¡Oh venerable jeique! ¿a qué se debe tu estancia en este sitio?" Tampoco me contestó; pero movió con aire triste la cabeza, y con la mano me hizo señas que significaban: "¡Te suplico que me cargues a tu espalda y atravieses el arroyo conmigo, porque quisiera coger frutas en la otra orilla!"

Entonces pensé: "¡Ciertamente, Sindbad, que verificarás una buena acción sirviendo así a este anciano!" Me incliné, pues, y me lo cargué sobre los hombros, atrayendo a mi pecho sus piernas, y con sus muslos él me rodeaba el cuello y la cabeza con sus brazos. Y le transporté a la otra orilla del arroyo hasta el lugar que hubo de designarme; luego me incliné nuevamente y le dije: "¡Baja con cuidado, oh venerable jeique!" ¡Pero no se movió! Por el contrario, cada vez apretaba más sus muslos en torno de mi cuello, y se afianzaba a mis hombros con todas sus fuerzas.

Al darme cuenta de ello llegué al límite del asombro y miré con atención sus piernas. Me parecieron negras y velludas, y ásperas como la piel de un búfalo, y me dieron miedo. Así es que, haciendo un esfuerzo inmenso, quise desenlazarme de su abrazo y dejarlo en tierra; pero entonces me apretó él la garganta tan fuertemente, que casi me estranguló y ante mí se oscureció el mundo. Todavía hice un último esfuerzo; pero perdí el conocimiento, casi ya sin respiración, y caí al suelo desvanecido.

Al cabo de algún tiempo volví en mí, observando que, a pesar de mi desvanecimiento, el anciano se mantenía siempre agarrado a mis hombros; sólo había aflojado sus piernas ligeramente para permitir que el aire penetrara en mi garganta.

Cuando me vio respirar, diome dos puntapiés en el estómago para obligarme a que me incorporara de nuevo. El dolor me hizo obedecer, y me erguí sobre mis piernas, mientras él se afianzaba a mi cuello más que nunca. Con la mano me indicó que anduviera por debajo de los árboles y se puso a coger frutas y a comerlas. Y cada vez que me paraba yo contra su voluntad o andaba demasiado de prisa, me daba puntapiés tan violentos que veíame obligado a obedecerle.

Todo aquel día estuvo sobre mis hombros, haciéndome caminar como un animal de carga; y llegada la noche, me obligó a tenderme con él para dormir sujeto siempre a mi cuello. Y a la mañana me despertó de un puntapié en el vientre; obrando como la víspera.

Así permaneció afianzado a mis hombros día y noche sin tregua. Encima de mí hacía todas sus necesidades líquidas y sólidas, y sin piedad me obligaba a marchar, dándome puntapiés y puñetazos.

Jamás había yo sufrido en mi alma tantas humillaciones y en mi cuerpo tan malos tratos como al servicio forzoso de este anciano, más robusto que joven y más despiadado que un arriero. Y ya no sabía yo de qué medio valerme para desembarazarme de él, y deploraba el caritativo impulso que me hizo compadecerle y subirle a mis hombros. Y desde aquel momento me deseé la muerte desde lo más profundo de mi corazón.

Hacía ya mucho tiempo que me veía reducido a tan deplorable estado, cuando un día aquel hombre me obligó a caminar bajo unos árboles de los que colgaban gruesas calabazas, y se me ocurrió la idea de aprovechar aquellas frutas secas para hacer con ellas recipientes. Recogí una gran calabaza seca que había caído del árbol tiempo atrás, la vacié por completo, la limpié, y fui a una vid para cortar racimos de uvas, que exprimí dentro de la calabaza hasta llenarla. La tapé luego cuidadosamente y la puse al sol, dejándola allí varios días, hasta que el zumo de uvas convirtiose en vino puro. Entonces cogí la calabaza y bebí de su contenido la cantidad suficiente para reponer fuerzas y ayudarme a soportar las fatigas de la carga, pero no lo bastante para embriagarme. Al momento me sentí reanimado y alegre hasta tal punto, que por primera vez me puse a hacer piruetas en todos sentidos con mi carga, sin notarla ya, y a bailar cantando por entre los árboles. Incluso hube de dar palmadas para acompañar mi baile, riendo a carcajadas.

Cuando el anciano me vio en aquel estado inusitado y advirtió que mis fuerzas se multiplicaban hasta el extremo de conducirle sin fatiga, me ordenó por señas que le diese la calabaza. Me contrarió bastante la petición, pero le tenía tanto miedo, que no me atreví a negarme; me apresuré, pues, a darle la calabaza de muy mala gana. La tomó en sus manos, la llevó a sus labios, saboreó primero el líquido, para saber a qué atenerse, y como lo encontró agradable, se lo bebió, vaciando la calabaza hasta la última gota y arrojándola después lejos de sí.

Enseguida se hizo sentir en su cerebro el efecto del vino; y como había bebido lo suficiente para embriagarse, no tardó en bailar a su manera en un principio, zarandeándose sobre mis hombros, para aplomarse luego con todos los músculos relajados, venciéndose a derecha e izquierda y sosteniéndose sólo lo preciso para no caerse.

Entonces yo, al sentir que no me oprimía como de costumbre, desanudé de mi cuello sus piernas con un movimiento rápido, y por medio de una contracción de hombros le despedí a alguna distancia, haciéndole rodar por el suelo, en donde quedó sin movimiento. Salté sobre él entonces, y cogiendo de entre los árboles una piedra enorme, le sacudí con ella en la cabeza diversos golpes tan certeros, que le destrocé el cráneo y mezclé su sangre a su carne. ¡Murió! ¡Ojala no haya tenido Alah nunca compasión de su alma!...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

dimarts, 19 de maig del 2020

LA 306ª NOCHE


Y CUANDO LLEGÓ LA 306ª NOCHE
Ella dijo:

... En cuanto a Sindbad el Cargador, llegó a su casa, donde soñó toda la noche con el relato asombroso. Y cuando al día siguiente estuvo de vuelta en casa de Sindbad el Marino, todavía se hallaba emocionado a causa del enterramiento de su huésped. Pero como ya habían extendido el mantel, se hizo sitio entre los demás, y comió, y bebió, y bendijo al Bienhechor. Tras de lo cual, en medio del general silencio, escuchó lo que contaba Sindbad el Marino.


LA QUINTA HISTORIA DE LAS HISTORIAS DE SINDBAD EL MARINO, 
QUE TRATA DEL QUINTO VIAJE

Dijo Sindbad:

"Sabed, ¡oh amigos míos! que al regresar del cuarto viaje me dediqué a hacer una vida de alegría, de placeres y de diversiones, y con ello olvidé en seguida mis pasados sufrimientos, y sólo me acordé de las ganancias admirables que me proporcionaron mis aventuras extraordinarias. Así es que no os asombraréis si os digo que no dejé de atender a mi alma, la cual inducíame a nuevos viajes por los países de los hombres.

Me apresté, pues, a seguir aquel impulso, y compré las mercaderías que a mi experiencia parecieron de más fácil salida y de ganancia segura y fructífera; hice que las encajonasen, y partí con ellas para Bassra.

Allí fui a pasearme por el puerto, y vi un navío grande, nuevo completamente, que me gustó mucho y que acto seguido compré para mí solo. Contraté a mi servicio a un buen capitán experimentado y a los necesarios marineros. Después mandé que cargaran las mercaderías mis esclavos, a los cuales mantuve a bordo para que me sirvieran. También acepté en calidad de pasajeros a algunos mercaderes de buen aspecto, que me pagaron honradamente el precio del pasaje. De esta manera, convertido entonces en dueño de un navío, podía ayudar al capitán con mis consejos, merced a la experiencia que adquirí en asuntos marítimos.

Abandonamos Bassra con el corazón confiado y alegre, deseándonos mutuamente todo género de bendiciones. Y nuestra navegación fue muy feliz, favorecida de continuo por un viento propicio y un mar clemente. Y después de haber hecho diversas escalas con objeto de vender y comprar, arribamos un día a una isla completamente deshabitada y desierta, y en la cual se veía como única vivienda una cúpula blanca. Pero al examinar más de cerca aquella cúpula blanca, adiviné que se trataba de un huevo de rokh. Me olvidé de advertirlo a los pasajeros, los cuales, una vez que desembarcaron, no encontraron para entretenerse nada mejor que tirar gruesas piedras a la superficie del huevo; y algunos instantes más tarde sacó del huevo una de sus patas el rokhecillo.

Al verlo, continuaron rompiendo el huevo los mercaderes; luego mataron a la cría del rokh, cortándola en pedazos grandes, y fueron a bordo para contarme la aventura.

Entonces llegué al límite del terror, y exclamé: "¡Estamos perdidos! ¡Enseguida vendrán el padre y la madre del rokh para atacarnos y hacernos perecer! ¡Hay que alejarse, pues, de esta isla lo más de prisa posible!" Y al punto desplegamos las velas y nos pusimos en marcha, ayudados por el viento.

En tanto, los mercaderes ocupábanse en asar los cuartos del rokh; pero no habían empezado a saborearlos, cuando vimos sobre los ojos del sol dos gruesas nubes que lo tapaban completamente. Al hallarse más cerca de nosotros estas nubes, advertimos no eran otra cosa que dos gigantescos rokhs, el padre y la madre del muerto. Y les oímos batir las alas y lanzar graznidos más terribles que el trueno. Y en seguida nos dimos cuenta de que estaban precisamente encima de nuestras cabezas, aunque a una gran altura, sosteniendo cada cual en sus garras una roca enorme, mayor que nuestro navío.

Al verlo no dudamos ya de que la venganza de los rokhs nos perdería. Y de repente uno de los rokhs dejó caer desde lo alto la roca en dirección al navío. Pero el capitán tenía mucha experiencia; maniobró con la barra tan rápidamente, que el navío viró a un lado, y la roca, pasando junto a nosotros, fue a dar en el mar, el cual abrióse de tal modo, que vimos su fondo, y el navío se alzó y bajó y volvió a alzarse espantablemente. Pero quiso nuestro destino que en aquel mismo instante soltase el segundo rokh su piedra, que, sin que pudiésemos evitarlo, fue a caer en la popa, rompiendo el timón en veinte pedazos y hundiendo la mitad del navío. Al golpe, mercaderes y marineros quedaron aplastados o sumergidos. Yo fui de los que se sumergieron.

Pero tanto luché con la muerte, impulsado por el instinto de conservar mi alma preciosa, que pude salir a la superficie del agua. Y por fortuna, logré agarrarme a una tabla de mi destrozado navío.

Al fin conseguí ponerme a horcajadas encima de la tabla, y remando con los pies y ayudado por el viento y la corriente, pude llegar a una isla en el preciso instante en que iba a entregar mi último aliento, pues estaba extenuado de fatiga, hambre y sed. Empecé por tenderme en la playa, donde permanecí aniquilado una hora, hasta que descansaron y se tranquilizaron mi alma y mi corazón. Me levanté entonces y me interné en la isla, con objeto de reconocerla.

No tuve necesidad de caminar mucho para advertir que aquella vez el Destino me había transportado a un jardín tan hermoso, que podría compararse con los jardines del paraíso. Ante mis ojos extáticos aparecían por todas partes árboles de dorados frutos, arroyos cristalinos, pájaros de mil plumajes diferentes y flores arrebatadoras. Por consiguiente, no quise privarme de comer de aquellas frutas, beber de aquella agua y aspirar aquellas flores; y todo lo encontré lo más excelente posible...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.


dilluns, 18 de maig del 2020

LA 305ª NOCHE*


Y CUANDO LLEGÓ LA 305ª NOCHE
Ella dijo:

... sin escuchar mis gritos que movían a piedad.

A poco me obligó a taparme las narices la hediondez de aquel subterráneo. Pero no me impidió inspeccionar, merced a la escasa luz que descendía de lo alto, aquella gruta mortuoria llena de cadáveres antiguos y recientes. Era muy espaciosa, y se dilataba hasta una distancia que mis ojos no podían sondear. Entonces me tiré al suelo llorando, y exclamé: "¡Bien merecida tienes tu suerte, Sindbad de alma insaciable! Y luego, ¿qué necesidad tenías de casarte en esta ciudad? ¡Ah! ¿Por qué no pereciste en el valle de los diamantes, o por qué no te devoraron los comedores de hombres? ¡Era preferible que te hubiese tragado el mar en uno de tus naufragios y no tendrías que sucumbir ahora a tan espantosa muerte!"

Y al punto comencé a golpearme con fuerza en la cabeza, en el estómago y en todo mi cuerpo. Sin embargo, acosado por el hambre y la sed, no me decidí a dejarme morir de inanición, y desaté de la cuerda los panes y el cántaro de agua, y comí y bebí aunque con prudencia, en previsión de los siguientes días.

De este modo viví durante algunos días, habituándome paulatinamente al olor insoportable de aquella gruta y para dormir me acostaba en un lugar que tuve buen cuidado de limpiar de los huesos que en él aparecían. Pero no podía retrasar más el momento en que se me acabaran el pan y el agua. Y llegó ese momento. Entonces, poseído por la más absoluta desesperación, hice mi acto de fe, y ya iba a cerrar los ojos para aguardar la muerte, cuando vi abrirse por encima de mi cabeza, el agujero del pozo y descender en un ataúd a un hombre muerto, y tras de él su esposa con los siete panes y el cántaro de agua.

Entonces esperé a que los hombres de arriba tapasen de nuevo el brocal, y sin hacer el menor ruido, muy sigilosamente, cogí un gran hueso de muerto y me arrojé de un salto sobre la mujer, rematándola de un golpe en la cabeza; y para cerciorarme de su muerte todavía la propiné un segundo y un tercer golpe con toda mi fuerza. Me apoderé entonces de los siete panes y del agua, con lo que tuve provisiones para algunos días.

Al cabo de ese tiempo, abriose de nuevo el orificio, y esta vez descendieron una mujer muerta y un hombre. Con el objeto de seguir viviendo -¡porque el alma es preciosa!- no dejé de rematar al hombre, robándole sus panes y su agua. Y así continué viviendo durante algún tiempo, matando en cada oportunidad a la persona a quien se enterraba viva y robándole sus provisiones.

Un día entre los días, dormía yo en mi sitio de costumbre, cuando me desperté sobresaltado al oír un ruido insólito. Era cual un resuello humano y un rumor de pasos. Me levanté y cogí el hueso que me servía para rematar a los individuos enterrados vivos, dirigiéndome al lado de donde parecía venir el ruido. Después de dar unos pasos, creí entrever algo que huía resollando con fuerza. Entonces, siempre armado con mi hueso, perseguí mucho tiempo a aquella especie de sombra fugitiva, y continué corriendo en la oscuridad tras ella, y tropezando a cada paso con los huesos de los muertos; pero de pronto creí ver en el fondo de la gruta como una estrella luminosa que tan pronto brillaba como se extinguía.

Proseguí avanzando en la misma dirección, y conforme avanzaba veía aumentar y ensancharse la luz.

Sin embargo, no me atreví a creer que fuese aquello una salida por donde pudiese escaparme, y me dije: "¡Indudablemente debe ser un segundo agujero de este pozo por el que bajan ahora algún cadáver!"

Así que, cuál no sería mi emoción al ver que la sombra fugitiva, que no era otra cosa que un animal, saltaba con ímpetu por aquel agujero. Entonces comprendí que se trataba de una brecha abierta por las fieras para ir a comerse en la gruta los cadáveres. Y salté detrás del animal y me hallé al aire libre bajo el cielo.

Al darme cuenta de la realidad caí de rodillas, y con todo mi corazón di gracias al Altísimo por haberme libertado, y calmé y tranquilicé mi alma.

Miré entonces al cielo, y vi que me encontraba al pie de una montaña junto al mar; y observé que la tal montaña no debía comunicarse de ninguna manera con la ciudad, por lo escarpada e impracticable que era. Efectivamente, intenté ascender por ella, pero en vano. Entonces, para no morirme de hambre, entré en la gruta por la brecha en cuestión y cogí pan y agua; y volví a alimentarme bajo el cielo, verificándolo con bastante mejor apetito que mientras duró mi estancia entre los muertos.

Todos los días continué yendo a la gruta para quitarles los panes y el agua, matando a los que se enterraba vivos. Luego tuve la idea de recoger todas las joyas de los muertos, diamantes, brazaletes, collares, perlas, rubíes, metales cincelados, telas preciosas y cuantos objetos de oro y plata había por allí. Y poco a poco iba transportando mi botín a la orilla del mar, esperando que llegara día en que pudiese salvarme con tales riquezas. Y para que todo estuviese preparado, hice fardos bien envueltos en los trajes de los hombres y mujeres de la gruta.

Estaba yo sentado un día a la orilla del mar, pensando en mis aventuras y en mi actual estado, cuando vi que pasaba un navío por cerca de la montaña. Me levanté en seguida, desarrollé la tela de mi turbante y me puse a agitarla con bruscos ademanes y dando muchos gritos mientras corría por la costa. Gracias a Alah, la gente del navío advirtió mis señales, y destacaron una barca para que fuese a recogerme y transportarme a bordo. Me llevaron con ellos y también se encargaron gustosos de mis fardos.

Cuando estuvimos a bordo, el capitán se acercó a mí y me dijo: "¿Qué eres y cómo te encontrabas en esa montaña donde nunca vi más que animales salvajes y aves de rapiña, pero no un ser humano, desde que navego por estos parajes? Contesté: "¡Oh, señor mío, soy un pobre mercader extranjero en estas comarcas! Embarqué en un navío enorme que naufragó junto a esta costa; y gracias a mi valor y a mi resistencia, yo solo entre mis compañeros pude salvarme de perecer ahogado y salvé conmigo mis fardos de mercancías, poniéndolos en una tabla grande que me proporcioné cuando el navío viose a merced de las olas. El Destino y mi suerte me arrojaron a esta orilla, y Alah ha querido que no muriese yo de hambre y de sed". Y esto fue lo que dije al capitán, guardándome mucho de decirle la verdad sobre mi matrimonio y mi enterramiento, no fuera que a bordo hubiese alguien de la ciudad donde reinaba la espantosa costumbre de que estuve a punto de ser víctima.

Al acabar mi discurso al capitán, saqué de uno de mis paquetes un hermoso objeto de precio y se lo ofrecí como presente, para que me tuviese consideración durante el viaje. Pero con gran sorpresa por mi parte, dio prueba de un raro desinterés, sin querer aceptar mi obsequio, y me dijo con acento benévolo: "No acostumbro hacerme pagar las buenas acciones. No eres el primero a quien hemos recogido en el mar. A otros náufragos socorrimos, transportándoles a su país, ¡por Alah! y no sólo nos negamos a que nos pagaran, sino que, como carecían de todo, les dimos de comer y de beber y les vestimos, y siempre ¡por Alah! hubimos de proporcionarle lo preciso para subvenir a sus gastos de viaje. ¡Porque el hombre se debe a sus semejantes, por Alah!"

Al escuchar tales palabras, di gracias al capitán e hice votos en su favor, deseándole larga vida, en tanto que él ordenaba desplegar las velas y ponía en marcha al navío.

Durante días y días navegamos en excelentes condiciones, de isla en isla y de mar en mar, mientras yo me pasaba las horas muertas deliciosamente tendido, pensando en mis extrañas aventuras y preguntándome si en realidad había yo experimentado todos aquellos sinsabores o si no eran un sueño. Y al recordar algunas veces mi estancia en la gruta subterránea con mi esposa muerta, creía volverme loco de espanto.

Pero al fin, por obra y gracia de Alah, llegamos con buena salud a Bassra, donde no nos detuvimos más que algunos días, entrando luego en Bagdad.

Entonces, cargado con riquezas infinitas, tomé el camino de mi calle y de mi casa, adonde entré y encontré a mis parientes y a mis amigos; festejaron mi regreso y se regocijaron en extremo, felicitándome por mi salvación. Yo, entonces, guardé con cuidado en los armarios mis tesoros, sin olvidarme de distribuir muchas limosnas a los pobres, a las viudas y a los huérfanos, así como valiosas dádivas entre mis amigos y conocimientos. Y desde entonces no cesé de entregarme a todas las diversiones y a todos los placeres en compañía de personas agradables.

¡Pero cuanto os conté hasta aquí no es nada, verdaderamente, en comparación de lo que me reservo para contároslo mañana, si Alah quiere!"

¡Así habló aquel día Sindbad! Y no dejó de mandar que dieran cien monedas de oro al cargador, invitándole a cenar con él, en compañía asimismo de los notables que se hallaban presentes. Y todo el mundo maravillose de aquello.

En cuanto a Sindbad el Cargador...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.


diumenge, 17 de maig del 2020

LA 303ª NOCHE


Y CUANDO LLEGÓ LA 303ª NOCHE
Ella dijo:

... Al amanecer del octavo día llegué a la orilla opuesta de la isla y me encontré con hombres como yo, blancos y vestidos con trajes, que se ocupaban en quitar granos de pimienta de los árboles de que estaba cubierta aquella región. Cuando me advirtieron, se agruparon en torno mío y me hablaron en mi lengua, el árabe, que no escuchaba yo desde hacía tiempo.

Me preguntaron quién era y de dónde venía. Contesté: "¡Oh buenas gentes, soy un pobre extranjero!" Y les enumeré cuantas desgracias y peligros había experimentado. Mi relato les asombró maravillosamente, y me felicitaron por haber podido escapar de los devoradores de carne humana; me ofrecieron de comer y de beber, me dejaron reposar una hora, y después me llevaron a su barca para presentarme a su rey, cuya residencia se hallaba en otra isla vecina.

La isla en que reinaba este rey tenía por capital una ciudad muy poblada, abundante en todas las cosas de la vida, rica en zocos y en mercaderes cuyas tiendas aparecían provistas de objetos preciosos, cruzadas por calles en que circulaban numerosos jinetes en caballos espléndidos, aunque sin sillas ni estribos. Así es que cuando me presentaron al rey, tras de las zalemas hube de participarle mi asombro por ver cómo los hombres montaban a pelo en los caballos. Y le dije: "¿Por qué motivo, ¡oh mi señor y soberano! no se usa aquí la silla de montar? ¡Es un objeto tan cómodo para ir a caballo! ¡Y, además, aumenta el dominio del jinete!"

Sorprendiose mucho de mis palabras el rey, y me preguntó: "¿Pero en qué consiste una silla de montar? ¡Se trata de una cosa que nunca en nuestra vida vimos!" Yo le dije: "¿Quieres, entonces, que te confeccione una silla, para que puedas comprobar su comodidad y experimentar sus ventajas?" Me contestó: "¡Sin duda!"

Dije que pusiera a mis órdenes un carpintero hábil, y le hice trabajar a mi vista la madera de una silla conforme exactamente a mis indicaciones. Y permanecí junto a él hasta que la terminó. Entonces yo mismo forré la madera de la silla con lana y cuero y acabé guarneciéndola con bordados de oro y borlas de diversos colores. Hice que viniese a mi presencia luego un herrero, al cual le enseñé el arte de confeccionar un bocado y estribos; y ejecutó perfectamente estas cosas, porque no le perdí de vista un instante.

Cuando estuvo todo en condiciones, escogí el caballo más hermoso de las cuadras del rey, y le ensillé y embridé, y le enjaecé espléndidamente, sin olvidarme de ponerle diversos accesorios de adorno, como largas gualdrapas, borlas de seda y oro, penacho y collera azul. Y fui en seguida a presentárselo al rey, que lo esperaba con mucha impaciencia desde hacía algunos días.

Inmediatamente lo montó el rey, y se sintió tan a gusto y le satisfizo tanto la invención, que me probó su contento con regalos suntuosos y grandes prodigalidades.

Cuando el gran visir vio aquella silla y comprobó su superioridad, me rogó que le hiciera una parecida. Y yo accedí gustoso. Entonces todos los notables del reino y los altos dignatarios quisieron asimismo tener una silla, y me hicieron la oportuna demanda. Y tanto me obsequiaron, que en poco tiempo hube de convertirme en el hombre más rico y considerado de la ciudad.

Me había hecho amigo del rey, y un día que fui a verle, según era mi costumbre, se encaró conmigo, y me dijo: "¡Ya sabes, Sindbad, que te quiero mucho! En mi palacio llegaste a ser como de mi familia, y no puedo pasarme sin ti ni soportar la idea de que venga un día en que nos dejes. ¡Deseo, pues, pedirte una cosa sin que me la rehúses!".

Contesté: "¡Ordena, oh rey! ¡Tu poder sobre mí lo consolidaron tus beneficios y la gratitud que te debo por todo el bien que de ti recibí desde mi llagada a este reino!" Contestó él: "Deseo casarte entre nosotros con una mujer bella, bonita, perfecta, rica en oro y en cualidades, con el fin de que ella te decida a permanecer siempre en nuestra ciudad y en mi palacio. ¡Espero, pues, de ti que no rechaces mi ofrecimiento y mis palabras!"

Al oír aquel discurso quedé confundido, bajé la cabeza y no pude responder de tanta timidez como me embargaba. De manera que el rey me preguntó: "¿Por qué no me contestas, hijo mío?"

Yo repliqué: "¡Oh rey del tiempo, tus deseos son los míos y en mí tienes un esclavo!" Al punto envió él a buscar al kadí y a los testigos, y acto seguido diome por esposa a una mujer noble, de alto rango, poderosamente rica, dueña de propiedades edificadas y de tierras, y dotada de gran belleza. Al propio tiempo, me hizo el regalo de un palacio completamente amueblado, con sus esclavos de ambos sexos y un tren de casa verdaderamente regio.

Desde entonces viví en medio de una tranquilidad perfecta y llegué al límite del desahogo y el bienestar. Y de antemano me regocijaba la idea de poder un día escaparme de aquella ciudad y volver a Bagdad con mi esposa; porque la amaba mucho, y ella también me amaba, y nos llevábamos muy bien. Pero cuando el Destino dispone algo, ningún poder humano logra torcer su curso. ¿Y qué criatura puede conocer el porvenir? Aun había yo de comprobar una vez más ¡ay! que todos nuestros proyectos son juegos infantiles ante los designios del Destino.

Un día, por orden de Alah, murió la esposa de mi vecino. Como el tal vecino era amigo mío, fui a verle y traté de consolarle, diciéndole: "¡No te aflijas más de lo permitido, oh vecino! ¡Pronto te indemnizará Alah dándote una esposa más bendita todavía! ¡Prolongue Alah tus días!" Pero mi vecino, asombrado de mis palabras, levantó la cabeza y me dijo: "¿Cómo puedes desearme larga vida, cuando bien sabes que sólo me queda ya una hora de vivir?"

Entonces me asombré a mi vez y le dije: "¿Por qué hablas así, vecino, y a qué vienen semejantes presentimientos? ¡Gracias a Alah, eres robusto y nada te amenaza! ¿Pretendes, pues, matarte por tu propia mano?" Contestó: "¡Ah! Bien veo ahora tu ignorancia acerca de los usos de nuestro país. Sabe, pues, que la costumbre quiere que todo marido vivo sea enterrado vivo con su mujer cuando ella muera, y que toda mujer viva sea enterrada viva con su marido cuando muere él. ¡Es cosa inviolable! ¡Y enseguida debo ser enterrado vivo yo con mi mujer muerta! ¡Aquí ha de cumplir tal ley, establecida por los antepasados, todo el mundo, incluso el rey!"

Al escuchar aquellas palabras, exclamé: "¡Por Alah, qué costumbre tan detestable! ¡Jamás podré conformarme con ella!"

Mientras hablábamos en estos términos, entraron los parientes y amigos de mi vecino y se dedicaron, en efecto, a consolarle por su propia muerte y la de su mujer. Tras de lo cual se procedió a los funerales. Pusieron en un ataúd descubierto el cuerpo de la mujer, después de revestirla con los trajes más hermosos, y adornarla con las más preciosas joyas. Luego se formó el acompañamiento; el marido iba a la cabeza, detrás del ataúd, y todo el mundo, incluso yo, se dirigió al sitio del entierro

Salimos de la ciudad, llegando a una montaña que daba sobre el mar. En cierto paraje vi una especie de pozo inmenso, cuya tapa de piedra levantaron enseguida. Bajaron por allí el ataúd donde yacía la mujer muerta adornada con sus alhajas; luego se apoderaron de mi vecino, que no opuso ninguna resistencia; por medio de una cuerda le bajaron hasta el fondo del pozo, proveyéndole de un cántaro con agua y siete panes. Hecho lo cual taparon el brocal del pozo con las piedras grandes que lo cubrían, y nos volvimos por donde habíamos ido.

Asistí a todo esto en un estado de alarma inconcebible, pensando: "¡La cosa es aún peor que todas cuantas he visto!" Y no bien regresé a palacio, corrí en busca del rey y le dije: "¡Oh señor mío! ¡muchos países recorrí hasta hoy; pero en ninguna parte vi una costumbre tan bárbara como esa de enterrar al marido vivo con su mujer muerta! Por lo tanto, desearía saber, ¡oh rey del tiempo! si el extranjero ha de cumplir también esta ley al morir su esposa".

El rey contestó: "¡Sin duda que se le enterrará con ella!"

Cuando hube oído aquellas palabras, sentí que en el hígado me estallaba la vejiga de la hiel a causa de la pena, salí de allí loco de terror y marché a mi casa, temiendo ya que hubiese muerto mi esposa durante mi ausencia y que se me obligase a sufrir el horroroso suplicio que acababa de presenciar. En vano intenté consolarme diciendo: "¡Tranquilízate, Sindbad! ¡Seguramente morirás tú primero! ¡Por consiguiente, no tendrás que ser enterrado vivo!" Tal consuelo de nada había de servirme, porque poco tiempo después mi mujer cayó enferma, guardó cama algunos días y murió, a pesar de todos los cuidados con que no cesé de rodearla día y noche.

Entonces mi dolor no tuvo límites; porque si realmente resultaba deplorable el hecho de ser devorado por los comedores de carne humana, no lo resultaba menos el de ser enterrado vivo. Cuando vi que el rey iba personalmente a mi casa para darme el pésame por mi entierro, no dudé ya de mi suerte. El soberano quiso hacerme el honor de asistir, acompañado por todos los personajes de la corte, a mi entierro, yendo al lado mío a la cabeza del acompañamiento, detrás del ataúd en que yacía muerta mi esposa, cubierta con sus joyas y adornada con todos sus atavíos.

Cuando estuvimos al pie de la montaña que daba sobre el mar, se abrió el pozo en cuestión, haciendo bajar al fondo del agujero el cuerpo de mi esposa; tras de lo cual, todos los concurrentes se acercaron a mí y me dieron el pésame, despidiéndose. Entonces yo quise intentar que el rey y los concurrentes me dispensaran de aquella prueba, y exclamé llorando: "¡Soy extranjero, y no parece justo que me someta a. vuestra ley! ¡Además, en mi país tengo una esposa que vive e hijos que necesitan de mí!"

Pero en vano hube de gritar y sollozar, porque cogiéronme sin escucharme, me echaron cuerdas por debajo de los brazos, sujetaron a mi cuerpo un cántaro de agua y siete panes, como era costumbre, y me descolgaron hasta el fondo del pozo. Cuando llegué abajo, me dijeron: "¡Desátate, para que nos llevemos las cuerdas!" Pero no quise desligarme y continué con ellas, por si se decidían a subirme de nuevo. Entonces abandonaron las cuerdas, que cayeron sobre mí, taparon otra vez con las grandes piedras el brocal del pozo y se fueron por su camino, sin escuchar mis gritos que movían a piedad...

En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana y se calló discretamente.