Ella dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que el médico judío continuó de este modo la historia del joven:
"El corredor, al ver que el joven no conocía el valor del collar, y se explicaba de aquel modo, comprendió en seguida que lo había, robado o se lo había encontrado, cosa que debía aclararse. Cogió, pues, el collar, y se lo llevó al jefe de los corredores del zoco, que se hizo de él en seguida, y fué en busca del walí de la ciudad, a quien dijo: "Me habían robado este collar, y ahora hemos dado con el ladrón, que es un joven vestido como los hijos de los mercaderes, y está en tal parte, en casa de tal corredor".
Y mientras yo aguardaba al corredor con el dinero, me vi rodeado y apresado por los guardias, que me llevaron a la fuerza a casa del walí. Y el walí me hizo preguntas acerca del collar, y yo le conté la misma historia que al corredor. Entonces el walí se echó a reír, y me dijo: "Ahora te enseñaré el precio de ese collar". E hizo una seña a sus guardias, que me agarraron, me desnudaron, y me dieron tal cantidad de palos y latigazos, que me ensangrentaron todo el cuerpo. Entonces, lleno de dolor, les dije: "¡Os diré la verdad! ¡Ese collar lo he robado!" Me pareció que esto era preferible a declarar la terrible verdad del asesinato de la joven, pues me habrían sentenciado a muerte, y me habrían ejecutado, para castigar el crimen.
Y apenas me había acusado de tal robo, me asieron del brazo y me cortaron la mano derecha, como a los ladrones, y me cocieron el brazo en aceite hirviendo para cicatrizar la herida. Y caí desmayado de dolor. Y me dieron de beber una cosa que me hizo recobrar los sentidos. Entonces cogí mi mano cortada y regresé a mi casa.
Pero al llegar a ella, el propietario, que se había enterado de todo, me dijo: "Desde el momento que te has declarado culpable de robo y de hechos indignos, no puedes seguir viviendo en mi casa. Recoge, pues, lo tuyo y ve a buscar otro alojamiento". Yo contesté: "Señor, dame dos o tres días de plazo para que pueda buscar casa". Y él me dijo: "Me avengo a otorgarte ese plazo". Y dejándome, se fué.
En cuanto a mí, me eché al suelo, me puse a llorar, y decía: "¡Cómo he de volver a Mossul, mi país natal; cómo he de atreverme a mirar a mi familia después de que me han cortado una mano! Nadie me creerá cuando diga que soy inocente. No puedo hacer más que entregarme a la voluntad de Alah, que es el único que puede procurarme un medio de salvación".
Los pesares y la tristeza me pusieron enfermo, y no pude ocuparme en buscar hospedaje. Y al tercer día, estando en el lecho, vi invadida mi habitación por los soldados del gobernador de Damasco, que venían con el amo de la casa y el jefe de los corredores. Y entonces el amo de la casa me dijo: "Sabe que el walí ha comunicado al gobernador general lo del robo del collar. Y ahora resulta que el collar no es de este jefe de corredores, sino del mismo gobernador general, o mejor dicho, de una hija suya, que desapareció también hace tres años. Y vienen para prenderte".
Al oír esto, empezaron a temblar todos mis miembros y coyunturas, y me dije: "Ahora sí que me condenan a muerte sin remisión. Más me vale declarárselo todo al gobernador general. El será el único juez de mi vida o de mi muerte". Pero ya me habían cogido y atado, y me llevaban con una cadena al cuello a presencia del gobernador general. Y nos pusieron entre sus manos a mí y al jefe de los corredores.
El gobernador, mirándome, dijo a los suyos: "Este joven que me traéis no es un ladrón, y le han cortado la mano injustamente. Estoy seguro de ello. En cuanto al jefe de los corredores, es un embustero y un calumniador. ¡Apoderaos de él y metedle en un calabozo!" Después el gobernador dijo al jefe de los corredores: "Vas a indemnizar en seguida a este joven por haberle cortado la mano; si no, mandaré que te ahorquen y confiscaré todos tus bienes, corredor maldito". Y añadió, dirigiéndose a los guardias: "¡Quitádmelo de delante, y salid todos!" Entonces el gobernador y yo nos quedamos solos. Pero ya me habían libertado de la argolla del cuello, y tenía también los brazos libres.
Cuando todos se marcharon, el gobernador me miró con mucha lástima y me dijo: "¡Oh, hijo mío! Ahora vas a hablarme con franqueza, diciéndome toda la verdad, sin ocultarme nada. Cuéntame, pues, cómo llegó este collar a tus manos". Yo le contesté: "¡Oh, mi señor y soberano! Te diré la verdad". Y le referí cuanto me había ocurrido con la primera joven, cómo ésta me había proporcionado y traído a la casa a la segunda joven, y cómo, por último, llevada de los celos, había sacrificado a su compañera. Y se lo conté con todos los pormenores. Pero no es de ninguna utilidad repetirlos.
El gobernador, en cuanto lo hubo oído, inclinó la cabeza, lleno de dolor y de amargura, y se cubrió la cara con el pañuelo. Y así estuvo durante una hora, y su pecho se desgarraba en sollozos. Después se acercó a mí, y me dijo:
"Sabe, ¡oh, hijo mío! que la primera joven es mi hija mayor. Fué desde su infancia muy perversa, y por ese motivo hube de criarla muy severamente. Pero apenas llegó a la pubertad, me apresuré a casarla, y con tal fin la envié a El Cairo, a casa de un tío suyo, para unirla con uno de mis sobrinos, y por lo tanto, primo suyo. Se casó con él, pero su esposo murió al poco tiempo, y entonces ella volvió a mi casa. Y no había dejado de aprovechar su estancia en Egipto para aprender todo género de libertinaje. Y tú, que estuviste en Egipto, ya sabes cuán expertas son en esto aquellas mujeres. No les basta con los hombres, y se aman y se mezclan unas con otras, y se embriagan y se pierden. Por eso, apenas estuvo de regreso mi hija, te encontró y se entregó a ti, y te fué a buscar cuatro veces seguidas. Pero con esto no le bastaba.
Como ya había tenido tiempo para pervertir a su hermana, mi segunda hija, hasta el punto de inspirarle un amor apasionado, no le costó trabajo llevarla a tu casa, después de contarle cuanto hacía contigo. Y mi segunda hija me pidió permiso para acompañar a su hermana al zoco, y yo se lo concedí. ¡Y sucedió lo que sucedió!
Pero cuando mi hija mayor regresó sola, le pregunté dónde estaba su hermana. Y me contestó llorando, y acabó por decirme, sin cesar en sus lágrimas: "Se me ha perdido en el zoco, y no he podido averiguar qué ha sido de ella". Eso fué lo que me dijo a mí. Pero no tardó en confiarse a su madre, y acabó por decirle en secreto la muerte de su hermana, asesinada en tu lecho por sus propias manos. Y desde entonces no cesa de llorar, y no deja de repetir día y noche: "¡Tengo que llorar hasta que me muera!"
Tus palabras, ¡oh, hijo mío! no han hecho más que confirmar lo que yo sabía, probando que mi hija había dicho la verdad. ¡Ya ves, hijo mío, cuán desventurado soy! De modo que he de expresarte un deseo y pedirte un favor, que confío no has de rehusarme. Deseo ardientemente que entres en mi familia, y quisiera darte por esposa a mi tercera hija, que es una joven buena, ingenua y virgen, y no tiene ninguno de los vicios de sus hermanas. Y no te pediré dote para este casamiento, sino que, al contrario, te remuneraré con largueza, y te quedarás en mi casa como un hijo".
Entonces le contesté: "Hágase tu voluntad, ¡oh mi señor! Pero antes, como acabo de saber que mi padre ha muerto, quisiera mandar recoger su herencia".
En seguida el gobernador envió un propio a Mossul, mi ciudad natal, para que en mi nombre recogiese la herencia dejada por mi padre. Y efectivamente, me casé con la hija del gobernador, y desde aquel día todos vivimos aquí la vida más próspera y dulce.
Y tú mismo, ¡oh médico! has podido comprobar con tus propios ojos cuán amado y honrado soy en esta casa. ¡Y no tendrás en cuenta la descortesía que he cometido contigo durante toda mi enfermedad tendiéndote la mano izquierda, puesto que me cortaron la derecha!"
En cuanto a mí -prosiguió el médico judío-, mucho me maravilló esta historia, y felicité al joven por haber salido de aquel modo de tal aventura. Y él me colmó de presentes y me tuvo consigo tres días en palacio, y me despidió cargado de riquezas y bienes.
Entonces me dediqué a viajar y a recorrer el mundo, para perfeccionarme en mi arte. Y he aquí que llegué a tu Imperio, ¡oh rey espléndido y poderoso! Y entonces fué cuando la noche pasada me ocurrió la desagradable aventura con el jorobado. ¡Tal es mi historia!" Entonces el rey de la China dijo: "Esa historia, aunque logró interesarme, te equivocas, ¡oh médico! porque no es tan maravillosa ni sorprendente como la aventura del jorobado; de modo que no me queda más que mandaros ahorcar a los cuatro, y principalmente a ese maldito sastre, que es causa y principio de vuestro crimen".
Oídas tales palabras, el sastre se adelantó entre las manos del rey de la China, y dijo: "¡Oh rey lleno de gloria! Antes de mandarnos ahorcar, permíteme hablar a mí también, y te referiré una historia que encierra cosas más extraordinarias que todas las demás historias juntas, y es más prodigiosa que la historia misma del jorobado".
Y el rey de la China, dijo: "Si dices la verdad, os perdonaré a todos. Pero desdichado de ti si me cuentas una historia poco interesante y desprovista de cosas sublimes. Porque no vacilaré entonces en empalaros a ti y a tus tres compañeros, haciendo que os atraviesen de parte a parte, desde la base hasta la cima".
Entonces el sastre dijo:
"Sabe, pues, ¡oh rey del tiempo! que antes de mi aventura con el jorobado me habían convidado en una casa donde se daba un festín a los principales miembros de los gremios de nuestra ciudad: sastres, zapateros, lenceros, barberos, carpinteros y otros.
Y era muy de mañana. Por eso, desde el amanecer, estábamos todos sentados en coro para desayunarnos, y no aguardábamos más que al amo de la casa, cuando le vimos entrar acompañado de un joven forastero, hermoso, bien formado, gentil y vestido a la moda de Bagdad. Y era todo lo hermoso que se podía desear, y estaba tan bien vestido como pudiera imaginarse. Pero era ostensiblemente cojo. Luego que entró adonde estábamos, nos deseó la paz, y nos levantamos todos para devolverle su saludo. Después íbamos a sentarnos, y él con nosotros, cuando súbitamente le vimos cambiar de color y disponerse a salir. Entonces hicimos mil esfuerzos para detenerlo entre nosotros. Y el amo de la casa insistió mucho y le dijo: "En verdad, no entendemos nada de esto. Te ruego que nos digas qué motivo te impulsa a dejarnos".
Entonces el joven respondió: "¡Por Alah te suplico, ¡oh mi señor! que no insistas en retenerme! Porque hay aquí una persona que me obliga a retirarme, y es ese barbero que está sentado en medio de vosotros".
Estas palabras sorprendieron extraordinariamente al amo de la casa, y nos dijo: "¿Cómo es posible que a este joven, que acaba de llegar de Bagdad, le moleste la presencia de ese barbero que está aquí?" Entonces todos los convidados nos dirigimos al joven, y le dijimos: "Cuéntanos, por favor, el motivo de tu repulsión hacia ese barbero".
El contestó: "Señores, ese barbero de cara de alquitrán y alma de betún fué la causa de una aventura extraordinaria que me sucedió en Bagdad, mi ciudad, y ese maldito tiene también la culpa de que yo esté cojo. Así es que he jurado no vivir nunca en la ciudad en que él viva ni sentarme en sitio en donde él se sentara. Y por eso me vi obligado a salir de Bagdad, mi ciudad, para venir a este país lejano. Pero ahora me lo encuentro aquí. Y por eso me marcho ahora mismo, y esta noche estaré lejos de esta ciudad, para no ver ese hombre de mal agüero".
Y al oírlo, el barbero se puso pálido, bajó los ojos, y no pronunció palabra. Entonces insistimos tanto con el joven, que se avino a contarnos de este modo su aventura con el barbero.
"Sabed, oh, todos los aquí presentes, que mi padre era uno de los principales mercaderes de Bagdad, y por voluntad de Alah fui su único hijo. Mi padre, aunque muy rico y estimado por toda la población, llevaba en su casa una vida pacífica, tranquila y llena de reposo. Y en ella me educó, y cuando llegué a la edad de hombre me dejó todas sus riquezas, puso bajo mi mando a todos sus servidores y a toda la familia, y murió en la misericordia de Alah, a quien fué a dar cuenta de la deuda de su vida. Yo seguí, como antes, viviendo con holgura, poniéndome los trajes más suntuosos y comiendo los manjares más exquisitos. Pero he de deciros que Alah, Omnipotente y Gloriosísimo, había infundido en mi corazón el horror a la mujer y a todas las mujeres de tal modo, que sólo verlas me producía sufrimiento y agravio. Vivía, pues, sin ocuparme de ellas, pero muy feliz y sin desear nada más.
Un día entre los días, iba yo por una de las calles de Bagdad, cuando vi venir hacia mí un grupo numeroso de mujeres. Enseguida, para librarme de ellas, emprendí rápidamente la fuga y me metí en una calleja sin salida. Y en el fondo de esta calle había un banco, en el cual me senté a descansar.
Y cuando estaba sentado se abrió frente a mí una celosía, y apareció en ella una joven con una regadera en la mano, y se puso a regar las flores de unas macetas que había en el alféizar de la ventana. ¡Oh, mis señores! He de deciros que al ver a esta joven sentí nacer en mí algo que en mi vida había sentido. Así es que en aquel mismo instante mi corazón quedó hechizado y completamente cautivo, mi cabeza y mis pensamientos no se ocuparon más que de aquella joven, y todo mi pasado horror a las mujeres se transformó en un deseo abrasador. Pero ella, en cuanto hubo regado las plantas, miró distraídamente a la izquierda, y luego a la derecha, y al verme me dirigió una larga mirada que me sacó por completo el alma del cuerpo. Después cerró la celosía y desapareció. Y por más que la estuve esperando hasta la puesta del sol, no volvió a aparecer. Y yo parecía un sonámbulo o un ser que ya no pertenece a este mundo.
Mientras seguía sentado de tal suerte, he aquí que llegó y bajó de su mula, a la puerta de la casa, el kadí de la ciudad, precedido de sus negros y seguido de sus criados. El kadí entró en la misma casa en cuya ventana había yo visto a la joven, y comprendí que debía ser su padre.
Entonces volví a mi casa en un estado deplorable, lleno de pesar y zozobra, y me dejé caer en el lecho. Y en seguida se me acercaron todas las mujeres de la casa, mis parientes y servidores, y se sentaron a mi alrededor y empezaron a importunarme acerca de la causa de mi mal. Y como nada quería decirles sobre aquel asunto, no les contesté palabra. Pero de tal modo fué aumentando mi pena de día en día que caí gravemente enfermo y me vi muy atendido y muy visitado por mis amigos y parientes.
Y he aquí que uno de los días vi entrar en mi casa a una vieja, que en vez de gemir y compadecerse, se sentó a la cabecera del lecho y empezó a decirme palabras cariñosas para calmarme. Después me miró, me examinó atentamente, y pidió a mi servidumbre que me dejaran solo con ella. Entonces me dijo: "Hijo mío, sé la causa de tu enfermedad, pero necesito que me dés pormenores". Y yo le comuniqué en confianza todas las particularidades del asunto, y me contestó: "Efectivamente, hijo mío, esa es la hija del kadí de Bagdad, y aquella casa es ciertamente su casa. Pero sabe que el kadí no vive en el mismo piso que su hija, sino en el de abajo. Y de todos modos, aunque la joven vive sola, está vigiladísima y bien guardada. Pero sabe también que yo voy mucho a esa casa, pues soy amiga de esa joven, y puedes estar seguro de que no has de lograr lo que deseas más que por mi mediación.
¡Anímate, pues, y ten alientos!"
Estas palabras me armaron de firmeza, y en seguida me levanté y me sentí el cuerpo ágil y recuperada la salud. Y al ver esto se alegraron todos mis parientes. Y entonces la anciana se marchó, prometiéndome volver al día siguiente para darme cuenta de la entrevista que iba a tener con la hija del kadí de Bagdad.
Y en efecto, volvió al día siguiente. Pero apenas le vi la cara comprendí que no traía buenas noticias. Y la vieja me dijo: Hijo mío, no me preguntes lo que acaba de suceder. Todavía estoy trastornada. Figúrate que en cuanto le dije al oído el objeto de mi visita, se puso de pie y me replicó muy airada: "Malhadada vieja, si no te callas en el acto y no desistes de tus vergonzosas proposiciones, te mandaré castigar como mereces". Entonces, hijo mío, ya no dije nada, pero me propongo intentarlo por segunda vez. No se dirá que he fracasado en estos empeños en los que soy más experta que nadie. Después me dejó y se fué.
Pero yo volví a caer enfermo con mayor gravedad, y dejé de comer y beber.
Sin embargo, la vieja, como me había ofrecido, volvió a mi casa a los pocos días, y su cara resplandecía, y me dijo sonriendo: "Vamos, hijo, ¡dame albricias por las buenas nuevas que te traigo!" Y al oírla sentí tal alegría, que me volvió el alma al cuerpo, y le dije en seguida a la anciana: "Ciertamente, buena madre, te deberé el mayor beneficio". Entonces ella me dijo: "Volví ayer a casa de la joven. Y cuando me vió triste y abatida, y con los ojos arrasados en lágrimas, me preguntó: "¡Oh, mísera! ¿Por qué está tan oprimido tu pecho? ¿Qué te pasa?" Entonces se aumentó mi llanto, y le dije: "¡Oh, hija mía y señora! ¿No recuerdas que vine a hablarte de un joven apasionadamente prendado de tus encantos? Pues bien: hoy está por morirse por culpa tuya". Y ella, con el corazón lleno de lástima, y muy enternecida, preguntó: "¿Pero quién es ese joven de quien me hablas?" Y yo le dije: "Es mi propio hijo, el fruto de mis entrañas. Te vió hace algunos días, cuando estabas regando las flores, y pudo admirar un momento los encantos de tu cara, y él, que hasta ese momento no quería ver a ninguna mujer y se horrorizaba de tratar con ellas, está loco de amor por ti. Por eso, cuando le conté la mala acogida que me hiciste, recayó gravemente en su enfermedad. Y ahora acabo de dejarle tendido en los almohadones de su lecho, a punto de rendir el último suspiro al Creador. Y me temo que no haya esperanza de salvación para él". A estas palabras palideció la joven, y me dijo: "¿Y todo eso por causa mía?" Yo le contesté: "¡Por Alah, que así es! ¿Pero qué piensas hacer ahora? Soy tu sierva, y pondré tus órdenes sobre mi cabeza y sobre mis ojos". Y la muchacha dijo: "Vé en seguida a su casa y transmítele de mi parte el saludo, y dile que me da mucho dolor su pena. Y en seguida le dirás que mañana viernes, antes de la plegaria, le aguardo aquí. Que venga a casa, y yo diré a mi gente que le abran la puerta, le haré subir a mi aposento, y pasaremos juntos toda una hora. Pero tendrá que marcharse antes que mi padre vuelva de la oración".
Oídas las palabras de la anciana, sentí que recobraba las fuerzas y que se desvanecían todos mis padecimientos y descansaba mi corazón. Y saqué del ropón una bolsa repleta de dinares y rogué a la anciana que la aceptase. Y la vieja me dijo: "Ahora reanima tu corazón v ponte alegre". Y yo le contesté: "En verdad que se acabó mi mal". Y en efecto, mis parientes notaron bien pronto mi curación y llegaron al colmo de la alegría, lo mismo que mis amigos.
Aguardé, pues, de este modo hasta el viernes, y entonces vi llegar a la vieja. Y en seguida me levanté, me puse mi mejor traje, me perfumé con esencia de rosas, e iba a correr a casa de la joven, cuando la anciana me dijo: "Todavía queda mucho tiempo. Más vale que entretanto vayas al hammam a tomar un buen baño y que te den masaje, que te afeiten y depilen, puesto que ahora sales de una enfermedad. Verás qué bien te sienta".
Y yo respondí: "Verdaderamente, es una idea acertada. Pero mejor será llamar a un barbero para que me afeite la cabeza y después iré a bañarme al hammam".
Mandé entonces a un sirviente que fuese a buscar a un barbero, y le dije: "Vé en seguida al zoco y busca un barbero que tenga la mano ligera, pero sobre todo que sea prudente y discreto, sobrio en palabra y nada curioso, que no me rompa la cabeza con su charla, como hacen en su mayor parte los de su profesión". Y mi servidor salió a escape y me trajo un barbero viejo.
Y el barbero era ese maldito que veis delante de vosotros, ¡oh, mis señores!
Cuando entró, me deseó la paz, y yo correspondí a su saludo de paz. Y me dijo: "¡Que Alah aparte de ti toda desventura, pena, zozobra, dolor y adversidad!" Y contesté: "¡Ojalá atienda Alah tus buenos deseos!" Y prosiguió: "He aquí que te anuncio la buena nueva, ¡ah, mi señor! y la renovación de tus fuerzas y tu salud. ¿Y qué he de hacer ahora? ¿Afeitarte o sangrarte? Pues no ignoras que nuestro gran Ibn-Abbas dijo: "El que se corta el pelo el día del viernes, alcanza el favor de Alah, pues aparta de él setenta clases de calamidades". Y el mismo Ibn-Abbas ha dicho: "Pero el que se sangra en viernes o hace que le apliquen ese mismo día ventosas escarificadas, se expone a perder la vista y corre el riesgo de coger todas las enfermedades". Entonces le contesté: "¡Oh, jeique! basta ya de chanzas; levántate en seguida para afeitarme la cabeza, y hazlo pronto, porque estoy débil y no puedo hablar, ni aguardar mucho".
Entonces se levantó y cogió un paquete cubierto con un pañuelo, en que debía llevar la bacia, las navajas y las tijeras; lo abrió y sacó, no la navaja, sino un astrolabio de siete facetas. Lo cogió, se salió al medio del patio de mi casa, levantó gravemente la cara hacia el sol, lo miró atentamente, examinó el astrolabio, volvió, y me dijo: "Has de saber que este viernes es el décimo día del mes de Safar del año 763 de la Hégira de nuestro Santo Profeta; ¡vayan a él la paz y las mejores bendiciones! Y lo sé por la ciencia de los números, la cual me dice que este viernes coincide con el preciso momento en que se verifica la conjunción del planeta Mirrikh con el planeta Hutared, por siete grados y seis minutos. Y esto viene a demostrar que el afeitarse hoy la cabeza es una acción fausta y de todo punto admirable. Y claramente me indica también que tienes la intención de celebrar una entrevista con una persona cuya suerte se me muestra como muy afortunada. Y aun podría contarte más cosas que te han de suceder, pero son cosas que debo callarlas".
Yo contesté: "¡Por Alah! Me ahogas con tanto discurso y me arrancas el alma. Parece también que no sabes más que vaticinar cosas desagradables. Y yo sólo te he llamado para que me afeites la cabeza. Levántate, pues, y aféitame sin más discursos". Y el barbero replicó: ¡Por Alah! Si supieses la verdad de las cosas, me pedirías más pormenores y más pruebas. De todos modos, sabe que, aunque soy barbero, soy algo más que barbero. Pues además de ser el barbero más reputado de Bagdad, conozco admirablemente, aparte del arte de la medicina, las plantas y los medicamentos, la ciencia de los astros, las reglas de nuestro idioma, el arte de las estrofas y de los versos, la elocuencia, la ciencia de los números, la geometría, el álgebra, la filosofía, la arquitectura, la historia y las tradiciones de todos los pueblos de la tierra,. Por eso tengo mis motivos para aconsejarte, ¡oh, mi señor! que hagas exactamente lo que dispone el horóscopo que acabo de obtener gracias a mi ciencia y al examen de los cálculos astrales. Y da gracias a Alah que me ha traído a tu casa, y no me desobedezcas, porque sólo te aconsejo tu bien por el interés que me inspiras. Ten en cuenta que no te pido más que servirte un año entero sin ningún salario. Pero no hay que dejar de reconocer, a pesar de todo, que soy un hombre de bastante mérito y que me merezco esta justicia".
A estas palabras le respondí: "Eres un verdadero asesino, que te has propuesto volverme loco y matarme de impaciencia".
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana y se calló discretamente.
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