PERO CUANDO LLEGO LA 27ª NOCHE
Ella dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que cuando el rey de la China dijo: "Voy a mandar que os ahorquen a todos", el intendente dió un paso, prosternándose ante el rey, y dijo: "Si me lo permites, te contaré una historia que ha ocurrido hace pocos días, y que es más sorprendente y maravillosa que la del jorobado. Si así lo crees después de haberla oído, nos indultarás a todos". El rey de la China dijo: "¡Así sea!" Y el intendente contó lo que sigue:
RELATO DEL INTENDENTE DEL REY DE LA CHINA
"Sabe, ¡oh rey de los siglos y del tiempo! que la noche última me convidaron a una comida de boda a la cual asistían los sabios versados en el Libro de la Nobleza. Terminada la lectura del Corán, se tendió el mantel, se colocaron los manjares y se trató todo lo necesario para el festín.
Pero entre otros comestibles, había un plato de arroz preparado con ajos, que se llama rozbaja, y que es delicioso si está en su punto el arroz y se han dosificado bien los ajos y especias que lo sazonan. Todos empezamos a comerlo con gran apetito, excepto uno de los convidados, que se negó rotundamente a tocar este plato de rozbaja. Y como le instábamos a que lo probase, juró que no haría tal cosa. Entonces repetimos nuestro ruego, pero él nos dijo: "Por favor, no me apremiéis de ese modo. Bastante lo pagué una vez que tuve la desgracia de probarlo". Y recitó esta estrofa:
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- ¡Si no quieres tratarte con el que fue tú amigo y deseas evitar su saludo, no pierdas el ::tiempo en inventar estratagemas: huye de él!
Entonces no quisimos insistir más. Pero le preguntamos: "¡Por Alah! ¿Cuál es la causa que te impide probar este delicioso plato de rozbaja?" Y contestó: "He jurado no comer rozbaja sin haberme lavado las manos cuarenta veces seguidas con soda, otras cuarenta con potasa y otras cuarenta con jabón, o sea ciento veinte veces".
Y el amo de la casa mandó a los criados que trajesen inmediatamente agua y las demás cosas que había pedido el convidado. Y después de lavarse se sentó de nuevo el convidado, y aunque no muy a gusto, tendió la mano hacia el plato en que todos comíamos, y trémulo y vacilante empezó a comer. Mucho nos sorprendió aquello, pero más nos sorprendimos cuando al mirar su mano vimos que sólo tenía cuatro dedos, pues carecía del pulgar. Y el convidado no comía más que con cuatro dedos. Entonces le dijimos: "¡Por Alah sobre ti! Dinos por qué no tienes pulgar. ¿Es una deformidad de nacimiento, obra de Alah, o has sido víctima de algún accidente?"
Y entonces contestó: "Hermanos, aun no lo habéis visto todo. No me falta un pulgar, sino los dos, pues tampoco le tengo en la mano izquierda. Y además, en cada pie me falta otro dedo. Ahora lo vais a ver". Y nos enseñó la otra mano, y descubrió ambos pies, y vimos que, efectivamente, no tenía más que cuatro dedos en cada uno. Entonces aumentó nuestro asombro, y le dijimos: "Hemos llegado al límite de la impaciencia, y deseamos averiguar la causa de que perdieras los dos pulgares y esos otros dos dedos de los pies, así como el motivo de que te hayas lavado las manos ciento veinte veces seguidas".
Entonces nos refirió lo siguiente:
"Sabed, ¡oh todos vosotros! que mi padre era un mercader entre los grandes mercaderes, el principal de los mercaderes de la ciudad de Bagdad en tiempo del califa Harún Al-Raschid. Y eran sus delicias el vino en las copas, los perfumes de las flores, las flores en su tallo, cantoras y danzarinas, los negros ojos y las propietarias de estos ojos. Así es que cuando murió no me dejó dinero, porque todo lo había gastado. Pero como era mi padre, le hice un entierro según su rango, di festines fúnebres en honor suyo, y le llevé luto días y noches. Después fui a la tienda que había sido suya, la abrí, y no hallé nada que tuviese valor; al contrario, supe que dejaba muchas deudas. Entonces fui a buscar a los acreedores de mi padre, rogándoles que tuviesen paciencia, y los tranquilicé lo mejor que pude. Después me puse a vender y comprar, y a pagar las deudas, semana por semana, conforme a mis ganancias. Y no dejé de proceder del mismo modo hasta que pagué todas las deudas y acrecenté mi capital con mis legítimas ganancias.
Pero un día que estaba yo sentado en mi tienda, vi avanzar montada en una mula torda, un milagro entre los milagros, una joven deslumbrante de hermosura. Delante de ella iba un eunuco y otro detrás. Paró la mula, y a la entrada del zoco se apeó, y penetró en el mercado, seguida de uno de los dos eunucos. Y éste le dijo: "¡Oh mi señora! Por favor, no te dejes ver de los transeúntes. Vas a atraer contra nosotros alguna calamidad. Vámonos de aquí". Y el eunuco quiso llevársela. Pero ella no hizo caso de sus palabras, y estuvo examinando todas las tiendas del zoco, una tras otra, sin que viera ninguna más lujosa ni mejor presentada que la mía. Entonces se dirigió hacia mí, siempre seguida por el eunuco, se sentó en mi tienda y me deseó la paz. Y en mi vida había oído voz más suave, ni palabras más deliciosas. Y la miré, y sólo con verla me sentí turbadísimo, con el corazón arrebatado. Y no pude apartar mis miradas de su semblante, y recité estas dos estrofas:
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- ¡Dí a la Hermosa del velo suave, tan suave como el ala de un palomo!
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- ¡Dile que al pensar en lo que padezco, creo que la muerte me aliviaría!
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- ¡Dile que sea buena un poco nada más! ¡Por ella, para acercarme a sus alas, he renunciado a mi tranquilidad!
Cuando oyó mis versos, me correspondió con los siguientes:
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- ¡He gastado mi corazón amándote! ¡Y este corazón rechaza otros amores!
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- ¡Y si mis ojos viesen alguna vez otra beldad, ya no podrían alegrarse!
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- ¡Juré no arrancar nunca tu amor de mi corazón! ¡Y sin embargo, mi corazón está triste y sediento de tu amor!
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- ¡He bebido en una copa en la cual encontré el amor puro! ¿Por qué no han humedecido tus labios esa copa en que encontré el amor...?
Después me dijo: "¡Oh joven mercader! ¿Tienes telas buenas que enseñarme?" A lo cual contesté: "¡Oh mi señora! Tu esclavo es un pobre mercader, y no posee nada digno de ti. Ten, pues, paciencia, porque como todavía es muy temprano, aun no han abierto las tiendas los demás mercaderes. Y en cuanto abran, iré a comprarles yo mismo los géneros que buscas". Luego estuve conversando con ella, sintiéndome cada vez más enamorado.
Pero cuando los mercaderes abrieron sus establecimientos, me levanté y salí a comprar lo que me había encargado, y el total de las compras, que tomé por mi cuenta, ascendía a cinco mil dracmas. Y todo se lo entregué al eunuco. Y en seguida la joven partió con él, dirigiéndose al sitio donde la esperaba el otro esclavo con la mula. Y yo entré en mi casa embriagado de amor. Me trajeron la comida y no pude comer, pensando siempre en la hermosa joven. Y cuando quise dormir huyó de mí el sueño.
De este modo transcurrió una semana, y los mercaderes me reclamaron el dinero, pero como no volví a saber de la joven, les rogué que tuviesen un poco de paciencia, pidiéndoles otra semana de plazo. Y ellos se avinieron. Y efectivamente, al cabo de la semana vi llegar a la joven, montada en su mula y acompañada por un servidor y los dos eunucos. Y la joven me saludó y me dijo: "¡Oh mi señor! Perdóname que hayamos tardado tanto en pagarte. Pero ahí tienes el dinero. Manda venir a un cambista, para que vea estas monedas de oro". Mandé llamar un cambista, y en seguida uno de los eunucos le entregó el dinero, lo examinó y lo encontró de ley. Entonces tomé el dinero, y estuve hablando con la joven hasta que se abrió el zoco y llegaron los mercaderes a sus tiendas. Y ella me dijo: "Ahora necesito éstas y aquellas cosas. Ve a comprarlas". Y compré por mi cuenta cuanto me había encargado, entregándoselo todo. Y ella lo tomó como la primera vez, y se fué en seguida. Y cuando la vi alejarse, dije para mí: "No entiendo esta amistad que me tiene. Me trae cuatrocientos dinares y se lleva géneros que valen mil. Y se marcha sin decirme siquiera dónde vive. ¡Pero solamente Alah sabe lo que se oculta en un corazón!"
Y así transcurrió todo un mes, cada día más atormentado mi espíritu por estas reflexiones. Y los mercaderes vinieron a reclamarme su dinero en forma tan apremiante, que para tranquilizarlos hube de decirles que iba a vender mi tienda con todos los géneros, y mi casa y todos mis bienes. Me hallé, pues, próximo a la ruina, y estaba muy afligido, cuando vi a la joven que entraba en el zoco y se dirigía a mi tienda. Y al verla se desvanecieron todas mis zozobras, y hasta olvidé la triste situación en que me había encontrado durante su ausencia. Y ella se me acercó, y con voz llena de dulzura me dijo: "Saca la balanza para pesar el dinero que te traigo". Y me dió, en efecto, cuanto me debía y algo más, en pago de las compras que para ella había hecho.
En seguida se sentó a mi lado y me habló con gran afabilidad, y yo me moría de ventura. Y acabó por decirme: "¿Eres soltero o tienes esposa?" Y yo dije: "¡Por Alah! No tengo ni mujer legítima ni concubina". Y al decirlo, me eché a llorar. Entonces ella me preguntó: "¿Por qué lloras?" Y yo respondí: "Por nada; es que me ha pasado una cosa por la mente". Luego me acerqué a su criado, le di algunos dinares de oro y le rogué que sirviese de mediador, entre ella y mi persona para lo que yo deseaba. Y él se echó a reír, y me dijo: "Sabe que mi señora está enamorada de ti. Pues ninguna necesidad tenía de comprar telas, y sólo las ha comprado para poder hablar contigo y darte a conocer su pasión. Puedes, por lo tanto, dirigirte a ella, seguro de que no te reñirá ni ha de contrariarte".
Y cuando ella iba a despedirse, me vió entregar el dinero al servidor que la acompañaba. Y entonces volvió a sentarse y me sonrió. Y yo le dije: "Otorga a tu esclavo la merced que desea solicitar de ti y perdónale anticipadamente lo que va a decirte". Después le hablé de lo que tenía en mi corazón. Y vi que le agradaba, pues me dijo: "Este esclavo te traerá mi respuesta y te señalará mi voluntad. Haz cuanto te diga que hagas".
Después se levantó y se fué.
Entonces fui a entregar a los mercaderes su dinero con los intereses que les correspondían. En cuanto a mí, desde el instante que dejé de verla perdí todo mi sueño durante todas mis noches. Pero en fin, pasados algunos días, vi llegar al esclavo y lo recibí con solicitud y generosidad, rogándole que me diese noticias. Y él me dijo: "Ha estado enferma estos días". Y yo insistí: "Dame algunos pormenores acerca de ella". Y él respondió: "Esta joven ha sido educada por nuestra ama Zobeida, esposa favorita de Harún Al-Raschid, y ha entrado en su servidumbre. Y nuestra ama Zobeida la quiere como si fuese hija suya, y no le niega nada. Pero el otro día le pidió permiso para salir, diciéndole: "Mi alma desea pasearse un poco y volver en seguida a palacio". Y se le concedió permiso. Y desde aquel día no dejó de salir y de volver a palacio, con tal frecuencia, que acabó por ser expertísima en compras, y se convirtió en la proveedora de nuestra ama Zobeida. Entonces te vió, y le habló de ti a nuestra ama, rogándole que la casase contigo. Y nuestra ama le contestó: "Nada puedo decirte sin conocer a ese joven. Si me convenzo de que te iguala en cualidades, te uniré con él". Pero ahora vengo a decirte que nuestro propósito es que entres en palacio. Y si logramos hacerte entrar sin que nadie se entere, puedes estar seguro de casarte, pero si se descubre te cortarán la cabeza. ¿Qué dices a esto?" Yo respondí: "Que iré contigo". Entonces me dijo: "Apenas llegue la noche, dirígete a la mezquita que Sett-Zobeida ha mandado edificar junto al Tigris. Entra, haz tu oración, y aguárdame". Y yo respondí: "Obedezco, amo y honro".
Y cuando vino la noche fui a la mezquita, entré, me puse a rezar, y pasé allí toda la noche. Pero al amanecer vi, por una de las ventanas que dan al río, que llegaban en una barca unos esclavos llevando dos cajas vacías. Las metieron en la mezquita y se volvieron a su barca.
Pero uno de ellos, que se había quedado detrás de los otros, era el que me había servido de mediador. Y a los pocos momentos vi llegar a la mezquita a mi amada, la dama de Sett-Zobeida. Y corrí a su encuentro, queriendo estrecharla entre mis brazos. Pero ella huyó hacia donde estaban las cajas vacías e hizo una seña al eunuco, que me cogió, y antes de que pudiese defenderme me encerró en una de aquellas cajas. Y en el tiempo que se tarda en abrir un ojo y cerrar el otro, me llevaron ¡al palacio del califa. Y me sacaron de la caja. Me entregaron trajes y efectos que valdrían lo menos cincuenta mil dracmas. Después vi a otras veinte esclavas blancas, todas con pechos de vírgenes. Y en medio de ellas estaba Sett-Zobeida, que no podía moverse de tantos esplendores como llevaba a partir del ombligo.
Y las damas formaban dos filas frente a la sultana.
Yo di un paso y besé la tierra entre sus manos. Entonces me hizo seña de que me sentase, y me senté entre sus manos. En seguida me interrogó acerca de mis negocios, mi parentela y mi linaje, contestándole yo a cuanto me preguntaba. Y pareció muy satisfecha, y dijo: "¡Alah! ¡Yo veo que no he perdido el tiempo criando a esta joven, pues le encuentro un esposo cual éste!" Y añadió: "¡Sabe que la considero como si fuese mi propia hija, y será para ti una esposa sumisa y dulce ante Alah y ante ti!". Y entonces me incliné, besé la tierra y consentí en casarme.
Y Sett-Zobeida me invitó a pasar en el palacio diez días. Y allí permanecí estos diez días, pero sin saber nada de la joven. Y eran otras jóvenes las que me traían el almuerzo y la comida y servían a la mesa.
Transcurrido el plazo indispensable para los preparativos de la boda, Sett-Zobeida rogó al emir de los Creyentes el permiso para la boda. Y el califa, después de dar su venia, regaló a la joven diez mil dinares de oro. Y Sett-Zobeida mandó a buscar al kadí y a los testigos, que escribieron el contrato de matrimonio. Después empezó la fiesta. Se prepararon dulces de todas clases y los manjares de costumbre. Comimos, bebimos y se repartieron platos de comida por toda la ciudad, durando el festín diez días completos. Después llevaron a la joven al hammam para prepararla, según es uso.
Y durante este tiempo se puso la mesa para mí y mis convidados, y se trajeron platos exquisitos, y entre otras cosas, en medio de pollos asados, pasteles de todas clases, rellenos deliciosos y dulces perfumados con almizcle y agua de rosas, había un plato de rozbaja capaz de volver loco al espíritu más equilibrado.
Y yo, ¡por Alah! en cuanto me senté a la mesa, no pude menos de precipitarme sobre este plato de rozbaja y hartarme de él. Después me sequé las manos.
Y así estuve tranquilo hasta la noche. Pero se encendieron las antorchas y llegaron las cantoras y tañedoras de instrumentos. Después se procedió a vestir a la desposada. Y la vistieron siete veces con trajes diferentes, en medio de los cantos y del sonar de los instrumentos. En cuanto al palacio, estaba lleno completamente por una muchedumbre de convidados. Y yo, cuando hubo terminado la ceremonia, entré en el aposento reservado, y me trajeron a la novia, procediendo su servidumbre a despojarla de todos los vestidos, retirándose después.
Cuando la vi toda desnuda y estuvimos solos en nuestro lecho, la cogí entre mis brazos; y tal era mi ventura, que me parecía mentira el poseerla. Pero en este momento notó el olor de mi mano con la cual había comido la rozbaja, y apenas lo notó lanzó un agudo chillido. Inmediatamente acudieron por todas partes las damas de palacio, mientras que yo, trémulo de emoción, no me daba cuenta de la causa de todo aquello. Y le dijeron: "¡Oh hermana nuestra! ¿Qué te ocurre?" Y ella contestó: "¡Por Alah sobre vosotras! ¡Libradme a escape de este estúpido, al cual creí hombre de buenas maneras!" Y yo le pregunté: "¿Y por qué me juzgas estúpido o loco?"
Ella dijo: "¡Insensato! ¡Ya no te quiero, por tu poco juicio y tu mala acción!" y cogió un látigo que estaba cerca de ella, y me azotó con tan fuertes golpes, que perdí el conocimiento. Entonces ella se detuvo, y dijo a las doncellas: "Cogedlo y llevádselo al gobernador de la ciudad, para que le corten la mano con que comió los ajos". Pero ya había yo recobrado el conocimiento, y al oír aquellas palabras, exclamé: "¡No hay poder y fuerza más que en Alah Todopoderoso! ¿Pero por haber comido ajos me han de cortar una mano? ¿Quién ha visto nunca semejante cosa?" Entonces las doncellas empezaron a interceder en mi favor, y le dijeron: "¡Oh hermana, no le castigues esta vez! ¡Concédenos la gracia de perdonarle!" Entonces ella dijo: "Os concedo lo que pedís; no le cortarán la mano, pero de todos modos algo he de cortarle de sus extremidades". Después se fué y me dejó solo.
En cuanto a mí, estuve diez días completamente solo y sin verla. Pero pasados los diez días, vino a buscarme y me dijo: "¡Oh tú, el de la cara ennegrecida!"[1]
¿Tan poca cosa soy para ti, que comiste ajo la noche de la boda? Después llamó a sus siervas y les dijo: "¡Atadle los brazos y las piernas!" Y entonces me ataron los brazos y las piernas, y ella cogió una cuchilla de afeitar bien afilada y me cortó los dos pulgares de las manos y los dedos gordos de ambos pies. Y por eso, ¡oh todos vosotros! me veis sin pulgares en las manos ni en los pies.
En cuanto a mí, caí desmayado. Entonces ella echó en mis heridas polvos de una raíz aromática, y así restañó la sangre. Y yo dije, primero entre mí y luego en alta voz: "¡No volveré a comer rozbaja sin lavarme después las manos cuarenta veces con potasa, cuarenta con soda y cuarenta con jabón!" Y al oírme, me hizo jurar que cumpliría esta promesa, y que no comería rozbaja sin cumplir con exactitud lo que acababa de decir.
Por eso, cuando me apremiabais todos los aquí reunidos a comer de ese plato de rozbaja que hay en la mesa, he palidecido, y me he dicho: "He aquí la rozbaja que me costó perder los pulgares". Y al empeñaros en que la comiera, me vi obligado por mi juramento de hacer lo que visteis".
Entonces, ¡oh rey de los siglos! -dijo el intendente continuando la historia, mientras los demás circunstantes estaban escuchando- pregunté al joven mercader de Bagdad: "¿Y qué te ocurrió luego con tu esposa?" Y él me contestó:
"Cuando hice aquel juramento ante ella, se tranquilizó su corazón, y acabó por perdonarme.
Entonces la cogí y me acosté con ella. Y ¡por Alah! recuperé bien el tiempo perdido y olvidé mis pesares. Y permanecimos unidos largo tiempo de aquel modo. Después ella me dijo: "Has de saber que nadie de la corte del califa sabe lo que ha pasado entre nosotros. Eres el único que logró introducirse en este palacio. Y has entrado gracias al apoyo de El-Sayedat (la gran Señora, el ama) Zobeida".
Después me entregó diez mil dinares de oro, diciéndome: "Toma este dinero y ve a comprar una buena casa en que podamos vivir los dos".
Entonces salí, y compré una casa magnífica. Y allí transporté las riquezas de mi esposa y cuantos regalos le habían hecho, los objetos preciosos, telas, muebles y demás cosas bellas. Y todo lo puse en aquella casa que había comprado. Y vivimos juntos hasta el límite de los placeres y de la expansión.
Pero al cabo de un año, por voluntad de Alah, murió mi mujer. Y no busqué otra esposa, pues quise viajar. Salí entonces de Bagdad, después de haber vendido todos mis bienes, y cogí todo mi dinero y emprendí el viaje hasta que llegué a esta ciudad.
Y tal es, ¡oh rey de este tiempo! -prosiguió el intendente- la historia que me refirió el joven mercader de Bagdad. Entonces todos los invitados seguimos comiendo, y después nos fuimos. Pero al salir me ocurrió la aventura con el jorobado. Y entonces sucedió lo que sucedió.
Esta es la historia. Estoy convencido de que es más sorprendente que nuestra aventura con el jorobado. ¡Uasalam!" (saludo de despedida: que la paz sea sobre ti).
Pues te equivocas, no es más maravillosa que la aventura del jorobado. Porque la aventura del jorobado es mucho más sorprendente. Y por eso van a crucificaros a todos, desde el primero hasta el último".
Pero en este momento avanzó el médico judío, besó la tierra entre las manos del sultán, y dijo: "¡Oh rey del tiempo! Te voy a contar una historia que es seguramente más extraordinaria que todo cuanto oíste y que la misma aventura del jorobado".
Entonces dijo el rey de la China: "Cuéntala pronto, porque no puedo aguardar más".
Y el médico judío dijo:
La cosa más extraordinaria que me ocurrió en mi juventud es precisamente esta que vais a oír, ¡oh mis señores llenos de cualidades!
Estudiaba entonces medicina y ciencias en la ciudad de Damasco. Y cuando tuve bien aprendida mi profesión, empecé a ejercerla y a ganarme la vida.
Pero un día entre los días, cierto esclavo del gobernador de Damasco vino a mi casa, y diciéndome que le acompañase, me llevó al palacio del gobernador. Y allí, en medio de una gran sala, vi un lecho de mármol chapeado de oro. En este lecho estaba echado y enfermo un hijo de Adán. Era un joven tan hermoso, que no se habría encontrado otro como él entre todos los de su tiempo. Me acerqué a su cabecera, y le deseé pronta curación y completa salud. Pero él sólo me contestó haciéndome una seña con los ojos. Y yo le dije: "¡Oh mi señor, dame la mano!" Y él me alargó la mano izquierda, lo cual me asombró mucho, haciéndome pensar: "¡Por Alah! ¡Qué cosa tan sorprendente! He aquí un joven de buena apariencia y de elevada condición, y que está sin embargo muy mal educado". No por eso dejé de tomarle el pulso, y receté un medicamento a base de agua de rosas. Y le seguí visitando, hasta que pasados diez días, recuperó las fuerzas y pudo levantarse como de costumbre. Entonces le aconsejé que fuese al hammam y que después volviese a descansar.
El gobernador de Damasco me demostró su gratitud regalándome un magnífico ropón de honor y nombrándome, no sólo médico suyo, sino también del hospital de Damasco. En cuanto al joven, que durante su enfermedad había seguido alargándome la mano izquierda, me rogó que le acompañase al hammam que se había reservado para él solo, prohibiendo entrar a los demás clientes. Y cuando llegamos al hammam se acercaron los criados del joven, le ayudaron a desnudarse, cogiendo su ropa y dándole otra, limpia y nueva. Y al ver desnudo al joven, noté que carecía de mano derecha. Y me sorprendió y apenó grandemente el descubrimiento. Y aumentó mi asombro cuando vi huellas de varazos en todo su cuerpo. Entonces el joven se volvió hacia mí, y me dijo: "¡Oh médico del siglo! No te asombre el verme como me ves, pues voy a contarte el motivo, y oirás una relación muy extraordinaria. Pero tenemos que aguardar a estar fuera del hammam".
Después de salir del hammam llegamos al palacio, y nos sentamos para descansar y comer luego. Pero el joven me dijo: "¿No prefieres que subamos a la sala alta?" Y yo le contesté que sí, y entonces mandó a los criados que asaran un carnero y lo subieran a la sala alta, a la cual nos encaminamos. Y los esclavos no tardaron en subir el carnero asado y toda clase de frutas. Y nos pusimos a comer, y él siempre se servía de la mano izquierda. Entonces yo le dije: "Cuéntame ahora esa historia". Y él contestó: "¡Oh médico del siglo! te la voy a contar. Escucha, pues.
Sabe que nací en la ciudad de Mossul, donde mi familia figuraba entre las más principales. Mi padre era el mayor de los diez vástagos que dejó mi abuelo al morir, y cuando esto ocurrió, mi padre estaba ya casado, como todos mis tíos. Pero él era el único que tuvo un hijo, que fui yo, pues ninguno de mis tíos los tuvo. Por eso fui creciendo entre las simpatías de todos mis tíos, que me querían muchísimo y se alegraban mirándome.
Un día que estaba con mi padre en la gran mezquita de Mossul para rezar la oración del viernes, vi que después de la plegaria todo el mundo se había marchado, menos mi padre y mis tíos. Se sentaron todos en la gran estera, y yo me senté con ellos. Y se pusieron a hablar, versando la conversación sobre los viajes y las maravillas de los países extranjeros y de las grandes ciudades lejanas. Pero sobre todo hablaron de Egipto y de El Cairo. Y mis tíos repitieron los relatos admirables de los viajeros que habían estado en Egipto, y decían que no había en la tierra país más bello ni río más maravilloso que el Nilo.
Por eso los poetas han hecho muy bien en cantar ese país y su Nilo, y dice la verdad el poeta cuando dice:
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- ¡Por Alah! ¡Te conjuro que digas al río de mi país, al Nilo de mi país, que aquí no puedo extinguir la sed, que el Eufrates no puede apagar la sed que me atormenta!
Mis tíos empezaron a enumerar las maravillas de Egipto y de su río, con tal elocuencia y tanto calor, que cuando dejaron de hablar y se fué cada cual a su casa, quedé muy pensativo y preocupado, y no podía apartarse de mi espíritu el grato recuerdo de todas aquellas cosas que acababa de oír con motivo de aquel país tan admirable. Y cuando volví a casa, no pude pegar los ojos en toda la noche, y perdí el apetito.
Averigüé a los pocos días que mis tíos estaban preparando un viaje a Egipto, y rogué con tanto ardor a mi padre, y tanto laboré para que me dejase ir con ellos, que me lo permitió y hasta compró mercaderías muy estimables. Y encargó a mis tíos que no me llevasen con ellos a Egipto, sino que me dejasen en Damasco, donde debía yo ganar dinero con los géneros que llevaba. Me despedí de mi padre, me junté con mis tíos, y salimos de Mossul.
Así viajamos hasta Alepo, donde nos detuvimos algunos días, y desde allí reanudamos el viaje hacia Damasco, adonde no tardamos en llegar.
Y vimos que Damasco es una hermosa ciudad, entre jardines, arroyos, árboles, frutas y pájaros. Nos albergamos en uno de los khanes, mis tíos se quedaron en Damasco hasta que vendieron sus mercaderías de Mossul, comprando otras en Damasco para despacharlas en El Cairo, y vendieron también mis géneros tan ventajosamente, que cada dracma de mercadería me valió cinco dracmas de plata. Después mis tíos me dejaron solo en Damasco y prosiguieron su viaje a Egipto.
En cuanto a mí, continué viviendo en Damasco, en donde alquilé una casa maravillosa, cuyas bellezas no puede enumerar la lengua humana. Me costaba dos dinares de oro al mes. Pero no me contenté con esto. Empecé a hacer grandes gastos, satisfaciendo todos mis caprichos, sin privarme de ninguna clase de manjares ni bebidas. Y esta vida duró hasta que hube gastado el dinero con que contaba.
Y por entonces, estando sentado un día a la puerta de mi casa para tomar el fresco, vi acercarse a mí, viniendo no sé de dónde, a una joven ricamente vestida, sobrepasando en elegancia a todo cuanto yo había visto en mi vida. Me levanté súbitamente y la invité a que honrase mi casa con su presencia.
No hizo ningún reparo sino que traspuso el umbral y penetró en la casa gentilmente. Cerré entonces la puerta detrás de nosotros, y lleno de júbilo la cogí en brazos y la transporté al salón. Allí se descubrió, se quitó el velo, y se me apareció en toda su hermosura. Y tan hechicera la encontré, que me sentí completamente dominado por su amor.
Salí en seguida en busca del mantel, lo cubrí con manjares suculentos y frutas exquisitas y cuanto era de mi obligación en aquellas circunstancias. Y nos pusimos a comer y a jugar, y luego a beber, y de tal manera lo hicimos, que nos emborrachamos por completo. La poseí entonces. Y la noche que pasé con ella hasta la mañana se contará entre las más benditas.
Al día siguiente creí que hacía bien las cosas ofreciéndole diez dinares de oro. Pero los rechazó y dijo que nunca aceptaría nada de mí. Después me dijo: "Y ahora, ¡oh querido mío! sabe que volveré a verte dentro de tres días, al anochecer. Aguárdame, porque no he de faltar. Y como yo misma me convido, no quiero ocasionarte gastos; de modo que te voy a dar dinero para que prepares otro festín como el de hoy". Y me entregó diez dinares de oro que me obligó a aceptar, y se despidió, llevándose tras ella toda mi alma.
Pero, como me había prometido, volvió a los tres días, más ricamente vestida que la primera vez. Por mi parte, había preparado todo lo indispensable, y en realidad no había escatimado nada. Y comimos y bebimos como la otra vez, y no dejamos de hacer juntos aquello que hicimos hasta que brilló la mañana. Entonces me dijo: "¡Oh mi dueño amado! ¿De veras me encuentras hermosa?" Yo le contesté: "¡Por Alah! Ya lo creo". Y ella me dijo: "Si es así puedo pedirte permiso para traer a una muchacha más hermosa y más joven que yo, a fin de que se divierta con nosotros y podamos reírnos y jugar juntos, pues me ha rogado que la saque conmigo, para regocijarnos y hacer locuras los tres". Acepté de buena gana, y dándome entonces veinte dinares de oro, me encargó que no economizase nada para preparar lo necesario y recibirlas dignamente en cuanto llegasen ella y la otra joven. Después se despidió y se fué.
Al cuarto día me dediqué, como de costumbre, a prepararlo todo con la largueza de siempre, y aun más todavía, por tener que recibir a una persona extraña. Y apenas puesto el sol, vi llegar a mi amiga acompañada por otra joven que venía envuelta en un velo muy grande. Entraron y se sentaron. Y yo, lleno de alegría, me levanté, encendí los candelabros y me puse enteramente a su disposición. Ellas se quitaron entonces los velos, y pude contemplar a la otra joven. ¡Alah, Alah! Parecía la luna llena. Me apresuré a servirlas, y les presenté las bandejas repletas de manjares y bebidas, y empezaron a comer y beber. Y yo, entretanto, besaba a la joven desconocida, y le llenaba la copa y bebía con ella. Pero esto acabó por encender los celos de la otra, que supo disimularlos, y hasta me dijo: "¡Por Alah! ¡Cuán deliciosa es esta joven! ¿No te parece más hermosa que yo?" Y yo respondí ingenuamente: "Es verdad; razón tienes". Y ella dijo: "Pues cógela y ve a dormir con ella. Así me complacerás". Yo respondí: "Respeto tus órdenes y las pongo sobre mi cabeza y mis ojos". Ella se levantó entonces, y nos preparó el lecho, invitándonos a ocuparlo. Y después me tendí junto a mi nueva amiga, y la poseí hasta por la mañana.
Pero he aquí que al despertarme me encontré la mano llena de sangre, y vi que no era sueño, sino realidad. Como ya era día claro, quise despertar a mi compañera, dormida aún, y le toqué ligeramente la cabeza. Y la cabeza se separó inmediatamente del cuerpo y cayó al suelo.
En cuanto a mi primera amiga, no había de ella ni rastro ni olor. Sin saber qué hacer, estuve una hora recapacitando, y por fin me decidí a levantarme, para abrir una huesa en aquella misma sala. Levanté las losas de mármol, empecé a cavar, e hice una hoya lo bastante grande para que cupiese el cadáver, y lo enterré inmediatamente. Cegué luego el agujero y puse las cosas lo mismo que antes estaban.
Hecho esto fuí a vestirme, cogí el dinero que me quedaba, salí en busca del amo de la casa, y pagándole el importe de otro año de alquiler, le dije: "Tengo que ir a Egipto, donde mis tíos me esperan". Y me fui, precediendo mi cabeza a mis pies.
Al llegar a El Cairo encontré a mis tíos, que se alegraron mucho al verme, y me preguntaron la causa de aquel viaje. Y yo les dije: "Pues únicamente el deseo de volveros a ver y el temor de gastarme en Damasco el dinero que me quedaba". Me invitaron a vivir con ellos y acepté. Y permanecí en su compañía todo un año, divirtiéndome, comiendo, bebiendo, visitando las cosas interesantes de la ciudad, admirando el Nilo y distrayéndome de mil maneras. Desgraciadamente, al cabo del año, como mis tíos habían realizado buenas ganancias vendiendo sus géneros, pensaron en volver a Mossul; pero como yo no quería acompañarlos, desaparecí para librarme de ellos, y se marcharon solos, pensando que yo habría ido a Damasco para prepararles alojamiento, puesto que conocía bien esta ciudad. Después seguí gastando y permanecí allí otros tres años, y cada año mandaba el precio del alquiler al casero de Damasco. Transcurridos los tres años, como apenas me quedaba dinero para el viaje y estaba aburrido de la ociosidad, decidí volver a Damasco.
Y apenas llegué, me dirigí a mi casa, y fui recibido con gran alegría por mi casero, que me dió la bienvenida, y me entregó las llaves enseñándome la cerradura, intacta y provista de mi sello. Y efectivamente, entré y vi que todo estaba como lo había dejado.
Lo primero que hice fué lavar el entarimado, para que desapareciese toda huella de sangre de la joven asesinada, y cuando me quedé tranquilo fui al lecho, para descansar de las fatigas del viaje. Y al levantar la almohada para ponerla bien, encontré debajo un collar de oro con tres filas de perlas nobles. Era precisamente el collar de mi amada, y lo había puesto allí la noche de nuestra dicha. Y ante este recuerdo, derramé lágrimas de pesar y deploré la muerte de aquella joven. Oculté cuidadosamente el collar en el interior de mi ropón.
Pasados tres días de descanso en mi casa, pensé ir al zoco, para buscar ocupación y ver a mis amigos. Llegué al zoco, pero estaba escrito por acuerdo del Destino que había de tentarme el Cheitán, y yo había de sucumbir a su tentación, porque el Destino tiene que .cumplirse. Y efectivamente, me dió la tentación de deshacerme de aquel collar de oro y de perlas. Lo saqué del interior del ropón, y se lo presenté al corredor más hábil del zoco. Este me invitó a sentarme en su tienda, y en cuanto se animó el mercado, cogió el collar, me rogó que le esperase, y se fué a someterlo a las ofertas de mercaderes y parroquianos. Y al cabo de una hora volvió y me dijo: "Creí a primera vista que este collar era de oro de ley y perlas finas, y valdría lo menos mil dinares de oro; pero me equivoqué: es falso. Está hecho según los artificios de los francos, que saben imitar el oro, las perlas y las piedras preciosas; de modo que no me ofrecen por él más que mil dracmas, en vez de mil dinares". Y contesté: "Verdaderamente, tienes razón. Este collar es falso. Lo mandé construir para burlarme de una amiga, a quien se lo regalé. Y ahora esta mujer ha muerto y le ha dejado el collar a la mía; de modo que hemos decidido venderlo por lo que den. Tómalo, véndelo en ese precio y tráeme los mil dracmas". Y el astuto corredor se fué con el collar, pero después de haberme mirado con el ojo izquierdo".
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