Y CUANDO LLEGO LA 18ª NOCHE
Ella dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que el califa Harún AlRaschid quedó maravilladísimo al oír las historias de las dos jóvenes Zobeida y Amina, que estaban ante él con su hermana Fahima, las dos perras y los tres saalik, y dispuso que ambas historias, así como las de los tres saalik, fuesen escritas por los escribas de palacio con buena y esmerada letra, para conservar los manuscritos en sus archivos.
En seguida dijo a la joven Zobeida: "Y después, ¡oh mi noble señora! ¿no has vuelto a saber nada de la efrita que encantó a tus hermanas bajo la forma de estas dos perras?" Y Zobeida repuso: "Podría saberlo, ¡oh Emir de los Creyentes! pues me entregó un mechón de sus cabellos, y me dijo: "Cuando me necesites, quema un cabello de éstos y me presentaré, por muy lejos que me halle, aunque estuviese detrás del Cáucaso". Entonces el califa le dijo: "¡Dame uno de esos cabellos!" Y Zobeida le entregó el mechón, y el califa cogió un cabello v lo quemó.
Y apenas hubo de notarse el olor a pelo chamuscado, se estremeció todo el palacio con una violenta sacudida, y la efrita surgió de pronto en forma de mujer ricamente vestida. Y como era musulmana, no dejó de decir al califa: "La paz sea contigo ¡oh Vicario de Alah!" Y el califa contestó: "¡Y desciendan sobre ti la paz, la misericordia de Alah y sus bendiciones!"
Entonces ella le dijo: "Sabe, ¡oh Príncipe de los Creyentes! que esta joven, que me ha llamado por deseo tuyo, me hizo un gran favor, y la semilla que en mí sembró siempre germinará, porque jamás he de agradecerle bastante los beneficios que le debo. A sus hermanas las convertí en perras, y no las maté para no ocasionarle a ella mayor sentimiento. Ahora, si tú, ¡oh Príncipe de los Creyentes! deseas que las desencante, lo haré por consideración a ambos, pues no has de olvidar que soy musulmana".
Entonces el califa dijo: "En verdad que deseo las liberes, y luego estudiaremos el caso de la joven azotada, y si compruebo la certeza de su narración, tomaré su defensa y la vengaré de quien la ha castigado con tanta injusticia".
Entonces la efrita dijo: "¡Oh Emir de los Creyentes! dentro de un instante te indicaré quién trató así a la joven Amina, quedándose con sus riquezas. Pero sabe que es el más cercano a ti entre los humanos".Y la efrita cogió una vasija de agua, e hizo sobre ella sus conjuros, rociando después a las dos perras y diciéndoles: "Recobrad inmediatamente vuestra primitiva forma humana!" Y al momento se transformaron las dos perras en dos jóvenes tan hermosas, que honraban a quien las creó.
Luego la efrita, volviéndose hacia el califa, le dijo: "El autor de los malos tratos contra la joven Amina es tu propio hijo El-Amín". Y le refirió la historia, en cuya veracidad creyó el califa por venir de labios de una segunda persona, no humana, sino efrita.
Y el califa se quedó muy asombrado, pero dijo: "¡Loor a Alah porque intervine en el desencanto de las dos perras!" Después mandó llamar a su hijo El-Amín, le pidió explicaciones, y El-Amín respondió con la verdad. Y entonces el califa ordenó que se reuniesen los kadíes y testigos en la misma sala en donde estaban los tres saalik, hijos de reyes, y las tres jóvenes, con sus dos hermanas desencantadas recientemente.
Y con auxilio de kadíes y testigos, casó de nuevo a su hijo. ElAmín con la joven Amina; a Zobeida con el primer saalik, hijo de rey; a las otras dos jóvenes con los otros dos saalik, hijos de reyes; y por último mandó extender su propio contrato con la más joven de las cinco hermanas, la virgen Fahima, ¡la proveedora agradable y dulce!
Y mandó edificar un palacio para cada pareja, enriqueciéndoles para que pudiesen vivir felices. Y en cuanto anocheció fué a tenderse entre los brazos de la joven Fahima, con la cual hubo de pasar una noche de las más gratas.
"Pero --dijo Schehrazada dirigiéndose al rey Schahriar- no creas, ¡oh rey afortunado! que esta historia sea más prodigiosa que la que ahora sigue".
Schehrazada dijo:
Una noche entre las noches, el califa Harún Al-Raschid dijo a Giafar Al-Barmaki: "Quiero que recorramos la ciudad para enterarnos de lo que hacen los gobernadores y walíes. Estoy resuelto a destituir a aquellos de quienes me den quejas". Y Giafar respondió: "Escucho y obedezco".
Y el califa, y Giafar, y Massrur el porta alfanje salieron disfrazados por las calles de Bagdad; y he aquí que en una calleja vieron a un anciano decrépito que en la cabeza llevaba una canasta y una red de pescar, y en la mano un palo; y andaba pausadamente, canturreando estas estrofas:
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- Me dijeron: "¡Por tu ciencia, ¡oh sabio! eres entre los humanos como la luna en la noche!"
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- Yo les contesté: "¡Os ruego que no habléis de ese modo! ¡No hay más ciencia que la del Destino!
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- ¡Porque yo, con toda mi ciencia, mis manuscritos, mis libros y mi tintero, no puedo desviar la fuerza del Destino ni un solo día! ¡Y los que apostasen por mí, perderían su apuesta!
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- ¡Nada, en efecto, hay más desolador que el pobre, el estado del pobrete y el pan y la vida del pobre!
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- ¡En verano, se le agotan las fuerzas! ¡En invierno, no dispone de abrigo!
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- ¡Si se para, le acosarán los perros para que se aleje! ¡Cuán mísero es! ¡Ved cómo para él son todas las ofensas y todas las burlas! ¿Quién es más desdichado?
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- ¡Y si no clama ante los hombres, si no pregona su miseria, ¿quién lo compadecerá?
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- ¡Oh! Si tal es la vida del pobre, ¿no ha de preferir la tumba?
Al oír estos versos tan tristes, el califa dijo a Giafar: "Los versos y el aspecto de este pobre hombre indican una gran miseria".
Después se aproximó al viejo y le dijo: "¡Oh jeique! ¿cuál es tu oficio?" Y él respondió: "¡Oh señor mío! Soy pescador. ¡Y muy pobre! ¡Y con familia! Y desde el mediodía estoy fuera de casa trabajando, y ¡Alah no me concedió aún el pan que ha de alimentar a mis hijos! Estoy, pues, cansado de mi persona y de la vida, y no anhelo más que morir". Entonces el califa le dijo: "¿Quieres venir con nosotros hasta el río, y echar la red en mi nombre, para ver qué tal suerte tengo? Lo que saques del agua te lo compraré y te daré por ello cien dinares". Y el viejo se regocijó al oírle, y contestó: "¡Acepto cuanto acabas de ofrecerme y lo pongo sobre mi cabeza!"
Y el pescador volvió con ellos hacia el Tigris, y arrojando la red, quedó en acecho; después tiró de la cuerda de la red, y la red salió. El viejo pescador encontró en la red un cajón que estaba cerrado y que pesaba mucho. Intentó levantarlo el califa y lo encontró muy pesado. Pero se apresuró a entregar los cien dinares al pescador, que se alejó muy contento.
Entre Giafar y Massrur cargaron con el cajón y lo llevaron al palacio. Y el califa dispuso que se encendiesen las antorchas, y Giafar y Massrur se abalanzaron sobre el cajón y lo rompieron. Y dentro de él hallaron una enorme banasta de hojas de palmera cosida con lana roja. Cortaron el cosido, y en la banasta había un tapiz; apartaron el tapiz y encontraron debajo un gran velo blanco de mujer; levantaron el velo y apareció, blanca como la plata virgen, una joven muerta y despedazada.
Ante aquel espectáculo, las lágrimas corrieron por las mejillas del califa, y después, muy enfurecido, encarándose con Giafar, exclamó: "¡Oh perro visir! ¡Ya ves cómo, durante mi reinado, se asesina a las gentes y se arroja a las víctimas al agua! ¡Y su sangre caerá sobre mí el día del juicio, y pesará eternamente en mi conciencia! Pero ¡por Alah! que he de usar de represalias con el asesino, y no descansaré hasta que lo mate. En cuanto a ti, juro por la verdad de mi descendencia directa de los califas Bani-Abbas, que si no me presentas al matador de esta mujer, a la que quiero vengar, mandaré que te crucifiquen a la puerta de mi palacio, en compañía de cuarenta de tus primos los Baramka!" (Los Barmecidas, noble familia árabe).
Y como el califa estaba lleno de cólera, y Giafar dijo: "Concédeme para ello no más que un plazo de tres días". Y el califa respondió: "Te lo otorgo".
Entonces Giafar salió del palacio muy afligido y anduvo por la ciudad, pensando: "¿Cómo voy a saber quién ha matado a esa joven, ni dónde he de buscarlo para presentárselo al califa? Si le llevase a otro que pereciese en vez del asesino, esta mala acción pesaría sobre mi conciencia. Por lo tanto no sé qué hacer". Y Giafar llegó a su casa, y allí estuvo desesperado los tres días del plazo. Y al cuarto día el califa le mandó llamar. Y cuando se presentó entre sus manos, el califa le dijo: "¿Dónde está el asesino de la joven?" Giafar respondió:
"No poseo la ciencia de adivinar lo invisible y lo oculto, para que pueda conocer en medio de una gran ciudad al asesino".
Entonces el califa se enfureció mucho, y ordenó que crucificasen a Giafar a la puerta de palacio, encargando a los pregoneros que lo anunciasen por la ciudad y sus alrededores de esta manera:
"Quién desee asistir a la crucifixión de Giafar Al-Barmaki, visir del califato, y a la, crucifixión de cuarenta Baramka, parientes suyos, vengan a la puerta de palacio para presenciarlo".
Y todos los habitantes de Bagdad afluían por las calles para presenciar la crucifixión de Giafar y sus primos, sin que nadie supiese la causa; y todo el mundo se condolía y se lamentaba de aquel castigo, pues el visir y los Baramka eran muy apreciados por su generosidad y sus buenas obras.
Cuando se hubo levantado el patíbulo, llevaron al pie de él a los sentenciados y se aguardó la venia del califa para la ejecución. De pronto, mientras lloraba la gente, un apuesto y bien portado joven hendió con rapidez la muchedumbre, y llegando entre las manos de Giafar, le dijo: "¡Que te liberten, ¡oh dueño y señor de los señores más altos, asilo de los menesterosos! Yo fui quien asesinó a la joven despedazada y la metí en la caja que pescasteis en el Tigris. ¡Mátame, pues, en cambio, y usa las represalias conmigo!"
Cuando escuchó Giafar las palabras del joven, se alegró por sí propio, pero compadeciose del mancebo. Y hubo de pedirle explicaciones más detalladas; pero de súbito un anciano venerable separó a la gente, se acercó muy de prisa a Giafar y al joven, les saludó, y les dijo: "¡Oh visir! no hagas caso de las palabras de este mozo, pues yo soy el único asesino de la joven, y en mi sólo tienes que vengarla". Pero el joven repuso: "¡Oh visir! este viejo jeique no sabe lo que dice. Te repito que soy yo quien la mató, debiendo ser, por lo tanto, el único a quien se castigue".
Entonces el jeique exclamó: "Oh hijo mío! todavía eres joven y debes vivir; pero yo, que soy viejo y estoy cansado del mundo, te serviré de rescate a ti, al visir y a sus primos. Repito que el asesino soy yo. Y conmigo se debe usar de represalias". Entonces Giafar, con el consentimiento del capitán de guardias, se llevó al joven y al anciano, y subió con ellos al aposento del califa. Y le dijo: "¡Oh Emir de los Creyentes! aquí tienes al asesino de la joven.
Y el califa preguntó: "¿En dónde está?" Giafar dijo: "Este joven afirma que es el matador, pero este anciano lo desmiente y asegura que el asesino es él". Entonces el califa contempló al jeique y al mozo, y les dijo: "¿Cuál de vosotros dos ha matado a la joven?" Y el mancebo respondió: "¡Fui yo!" Y el jeique dijo: "¡No; fui yo solo!"
El califa, sin preguntar más, dijo a Giafar entonces: "Llévate a los dos y crucifícalos". Pero Giafar hubo de replicarle: "Si sólo uno es el criminal, castigar al otro constituye una gran injusticia". Y entonces el joven exclamó: "¡Juro por Aquel que levantó los cielos hasta la altura que están y extendió la tierra en la profundidad que ocupa, que soy el único que asesinó a la joven! Oid las pruebas". Y describió el hallazgo, conocido sólo por el califa, Giafar y Massrur. Y con esto el califa se convenció de la culpabilidad del joven, y llegando al límite del asombro, le dijo: "¿Y por qué has cometido esa muerte? ¿Por qué la confiesas antes de que te obliguen a hacerlo a palos? ¿Por qué pides de este modo el castigo?" Entonces dijo el mancebo:
"Sabe, ¡oh Príncipe de los Creyentes! que esa joven era mi esposa, hija de este jeique, que es mi suegro. Me casé siendo ella todavía virgen, y Alah me ha concedido tres hijos varones. Y mi mujer me amó y me sirvió siempre, sin que tuviese yo que motejarle nada reprensible.
Pero a principios de este mes cayó gravemente enferma, y llamé en seguida a los médicos más sabios, que no tardaron en curarla ¡con ayuda de Alah! Y como desde el comienzo de su enfermedad no me había acostado con ella, y lo deseaba en aquel instante, quise que primero se diera un baño. Pero ella dijo: "Antes de entrar en el hammam, desearía satisfacer un antojo". Y le pregunté: "¿Qué antojo es ese?" Y me contestó: "Tengo ganas de una manzana para olerla y darle un bocado".
Inmediatamente me fui a la calle a comprar la manzana, aunque me costara un dinar de oro. Y recorrí todas las fruterías, pero en ninguna había manzanas. Y regresé a casa muy triste, sin atreverme a ver a mi mujer y pasé toda la noche pensando en la manera de lograr una manzana. Al amanecer salí de nuevo de mi casa y recorrí todos los huertos, uno por uno, y árbol por árbol, sin hallar nada. Y he aquí que en el camino me encontré con un jardinero, hombre de edad, al que le consulté sobre lo de las manzanas. Y me dijo: "¡Oh hijo mío! Es una cosa difícil de encontrar, porque ahora no las hay en ninguna parte como no sea en Bassra, en el huerto del Comendador de los Creyentes. Y aun allí no te será fácil conseguirlas, pues el jardinero las reserva cuidadosamente para uso del califa".
Entonces volví junto a mi esposa contándoselo todo; pero el amor que le profesaba me movió a preparar el viaje. Y salí, y empleé quince días completos, noche y día, para ir a Bassra y regresar, favorecido por la suerte, pues volví al lado de mi esposa con tres manzanas compradas al jardinero del huerto de Bassra por tres dinares. Entré, pues, muy contento, y se las ofrecí a mi esposa, pero al verlas ni dió muestras de alegría ni las probó, dejándolas, indiferente, a un lado. Observé entonces que durante mi ausencia la calentura se había vuelto a cebar en mi mujer muy violentamente, y seguía atormentándola; y estuvo enferma diez días más, durante los cuales no me separé de ella un momento.
Pero gracias a Alah, recobró la salud, y entonces pude salir y marchar a mi tienda para comprar y vender. Pero he aquí que una tarde estaba yo sentado a la puerta de mi tienda, cuando pasó por allí un negro, que llevaba en la mano una manzana.
Y le dije:, "¡Eh, buen amigo! ¿de dónde has sacado esa manzana, para que yo pueda comprar otras iguales?" Y el negro se echó a reír, y me contestó: "Me la ha regalado mi amante. He ido a su casa, después de algún tiempo que no la había visto, y la he encontrado enferma, y tenía al lado tres manzanas, y al interrogarla, me ha dicho: "Figúrate, ¡oh querido mío! que el pobre cornudo de mi esposo ha ido a Bassra expresamente a comprármelas, y le han costado tres dinares de oro". Y en seguida me dió esta que llevo en la mano".
Al oír tales palabras del negro, ¡oh Príncipe de los Creyentes! mis ojos vieron que el mundo se oscurecía; cerré la tienda a toda prisa y entré en mi casa, después de haber perdido en el camino toda la razón, por la fuerza explosiva de mi furia. Dirigí una mirada al lecho, y, efectivamente, la tercera manzana no estaba ya allí. Y pregunté a mi esposa: "¿En dónde está la otra manzana?" Y me contestó: "No sé qué ha sido de ella". Esto era una comprobación de las palabras del negro. Entonces me abalancé sobre ella, cuchillo en mano, y apoyando en su vientre mis rodillas, la cosí a cuchilladas. Después le corté la cabeza y los miembros, lo metí todo apresuradamente en la banasta, cubriéndolo con el velo y el tapiz, y guardándolo en el cajón, que clavé yo mismo. Y cargué el cajón en mi mula, y en seguida lo arrojé en el Tigris con mis propias manos.
¡Por eso, ¡oh Emir de los Creyentes! te suplico que apresures mi muerte, en castigo a mi crimen, pues me aterra tener que dar cuenta de él el día de la Resurrección!
La arrojé al Tigris, como he dicho, y como nadie me vió, pude volver a casa. Y encontré a mi hijo mayor llorando, y aunque estaba seguro de que ignoraba la muerte de su madre, le pregunté: "¿Por qué lloras?" Y él me contestó: "Porque he cogido una de las manzanas que tenía mi madre, y al bajar a jugar con mis hermanos, en la calle, ha pasado un negro muy grande y me la quitó, diciendo: "¿De dónde has sacado esta manzana?"
Y le contesté: "Es de mi padre, que se fué y se la trajo a mi madre con otras dos, compradas por tres dinares en Bassra. Porque mi madre está enferma". Y a pesar de ello, no me la devolvió, sino que me dió un golpe y se fué con ella. ¡Y ahora tengo miedo de que mi madre me pegue por lo de la manzana!
Al oír estas palabras del niño, comprendí que el negro había mentido respecto a la hija de mi suegro, y por lo tanto, ¡que yo había matado a mi esposa injustamente!
Entonces empecé a derramar abundantes lágrimas, y entró mi suegro, el venerable jeique que está aquí conmigo. Y le conté la triste historia. Entonces se sentó a mi lado, y se puso a llorar. Y no cesamos de llorar juntos hasta medianoche. E hicimos que duraran cinco días las ceremonias fúnebres. Y aun hoy seguimos lamentando esa muerte.
Así, pues, te conjuro, ¡oh Emir de los Creyentes!, por la memoria sagrada de tus antepasados, a que apresures mi suplicio y vengues en mi persona aquella muerte.
Entonces el califa, profundamente maravillado, exclamó: "¡Por Alah que no he de matar más que a ese negro pérfido... !
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
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