dilluns, 13 de març del 2017

LA 19ª NOCHE

PERO CUANDO LLEGO LA 19ª NOCHE
Ella dijo:
He llegado a saber ¡oh rey afortunado! que el califa juró que no mataría más que al negro, puesto que el joven tenía una disculpa. Después, volviéndose hacia Giafar, le dijo: "¡Trae a mi presencia al pérfido negro que ha sido la causa de esta muerte! Y si no puedes dar con él, perecerás en su lugar".
Y Giafar salió llorando, y diciéndose: "¿Dónde lo podré hallar para traerlo a su presencia? Si es extraordinario que no se rompa un cántaro al caer, no lo ha sido menos el que yo haya podido escapar de la muerte. Pero ¿y ahora... ? ¡Indudablemente El, que me ha salvado la primera vez, me salvará, si quiere, la segunda! Así, pues, me encerraré en mi casa los tres días de plazo. Porque ¿para qué voy a emprender pesquisas inútiles? ¡Confío en la voluntad del Altísimo!"
Y en efecto, Giafar no se movió de su casa en los tres días del plazo. Y al cuarto día mandó llamar al kadí, e hizo testamento ante él, y se despidió de sus hijos llorando. Después llegó el enviado del califa, para decirle que el sultán seguía dispuesto a matarle si no aparecía el negro. Y Giafar lloró más todavía, y sus hijos con él. Después quiso besar por última vez a la más pequeña de sus hijas, que era la preferida entre todas, y la apretó contra su pecho, derramando muchas lágrimas por tener que separarse de ella. Pero al estrecharla contra él, notó algo redondo en el bolsillo de la niña, y le preguntó:
"¿Qué llevas ahí?"
Y la niña contestó: "¡Oh, padre! una manzana. Me la ha dado nuestro negro Rihán[1]. Hace cuatro días que la tengo. Pero para que me la diese tuve que pagar a Rihán dos dinares".
Al oír las palabras "negro y manzana", Giafar sintió un gran júbilo, y exclamó: "¡Oh Libertador!" Y en seguida mandó llamar al negro Rihán. Y Rihán llegó, y Giafar le dijo: "¿De dónde has sacado esta manzana?" Y contestó el negro:
"¡Oh mi señor! hace cinco días que, andando por la ciudad, entré en una calleja, y vi jugar a unos niños, uno de los cuales tenía esa manzana en la mano. Se la quité y le di un golpe, mientras el niño me decía llorando: "Es dé mi madre, que está enferma. Se le antojó una manzana, y mi padre ha ido a buscarla a Bassra, y esa y otras dos le han costado tres dinares de oro. Y yo he cogido esa para jugar". Y siguió llorando. Pero yo, sin hacer caso de sus lágrimas, vine con la manzana a casa, y se la he dado por dos dinares a mi ama más pequeña".
Y Giafar se asombró de este relato, viendo sobrevenir tantas peripecias y la muerte de una mujer por culpa de su negro Rihán. Por lo tanto, dispuso que lo encerrasen en seguida en un calabozo. Y después, muy contento por haberse librado de la muerte, recitó estas dos estrofas:
Si tu esclavo tiene la culpa de tus desdichas, ¿por qué no piensas en deshacerte de él?
¿Ignoras que abundan los esclavos, y que sólo tienes un alma, sin que puedas sustituirla?
Pero luego pensó otra cosa, y cogió al negro, y lo llevó ante el califa, a quien contó la historia.
Y el califa Harún Al-Raschid se maravilló tanto, que dispuso se escribiese tal historia en los anales para que sirviera de lección a los humanos.
Entonces Giafar le dijo: "No tienes para qué maravillarte tanto de esa historia, ¡oh Comendador de los Creyentes! pues no puede igualarse a la del visir Nureddin y su hermano Chamseddin".
Y el califa exclamó: "¿Y qué historia es esa, más asombrosa que la que acabamos de oír?" Y Giafar dijo: "¡Oh príncipe de los Creyentes! no te la contaré sino a cambio de que perdones su irreflexión a mi negro Rihán". Y el califa respondió: "¡Así sea! Te hago gracia de su sangre".
Entonces, Giafar Al-Barmaki, dijo:
"Sabe, ¡oh Comendador de los Creyentes! que había en el país de Mesr[1] un sultán justo y benéfico. Este sultán tenía un visir sabio y prudente, versado en las ciencias y las letras. Y este visir, que era muy viejo, tenía dos hijos, que parecían dos lunas. El mayor se llamaba Chamseddin y el menor Nureddin[2]; pero Nureddin, el más pequeño, era ciertamente más guapo y mejor formado que Chamseddin, el cual, por otra parte, era perfecto. Pero nadie igualaba en todo el mundo a Nureddin.
Era tan admirable, que en ninguna comarca se ignoraba su hermosura, y muchos viajeros iban a Egipto, desde los países más remotos, sólo por el gusto de contemplar su perfección y las facciones de su rostro.
Pero quiso el Destino que falleciera su padre el visir. Y el sultán se condolió mucho. En seguida mandó llamar a los dos jóvenes, hizo que se aproximaran a él, y les regaló trajes de honor, y les dijo: "Desde ahora desempeñaréis junto a mí el cargo de vuestro padre". Entonces ellos se alegraron, y besaron la tierra entre las manos del sultán. Después hicieron que duraran todo un mes las exequias fúnebres de su padre, y en seguida empezaron a desempeñar su nuevo cargo de visires, y cada uno ejercía durante una semana las funciones del visirato. Y cuando el sultán salía de viaje, sólo llevaba consigo a uno de los dos hermanos.
Y una noche entre las noches, ocurrió que el sultán tenía que salir a la mañana siguiente, y habiéndole tocado el cargo de visir aquella semana a Chamseddin, el mayor, los dos hermanos departían sobre asuntos diversos para entretener la velada. En el transcurso de la conversación, el mayor dijo al menor: "¡Oh, hermano mío! creo que debemos pensar en casarnos, y mi intención es que nos casemos la misma noche". Y Nureddin contestó: "Hágase según tu voluntad, ¡oh hermano mío! pues estoy de acuerdo contigo en ésta y en todas las cosas".
Y convenido ya entre los dos este primer punto, Chamseddin dijo a Nureddin: "Cuando, gracias a Alah, nos hayamos unido con dos jóvenes, y la misma noche nos acostemos con ellas, y hayan parido el mismo día, y -¡si Alah lo quiere!- tu esposa dé a luz un niño y la mía una niña, tendremos que casar uno con otro a los dos primos".
Y Nureddin repuso: "¡Oh hermano mío! y ¿qué piensas pedir entonces como dote a mi hijo para darle a tu hija?" Y Chamseddin dijo: "Pediré a tu hijo, como precio de mi hija, tres mil dinares de oro, tres huertos y tres de los mejores pueblos de Egipto. Y realmente esto será bien poca cosa, comparado con mi hija. Y si tu hijo no quiere aceptar ese contrato, no habrá nada de lo dicho".
Al oírlo respondió Nureddin: "Pero ¿estás soñando? ¿Qué dote quieres pedirle a mi hijo? ¿Has olvidado que somos dos hermanos, y hasta dos visires en uno solo? En vez de esas exigencias deberías ofrecer como presente tu hija a mi hijo, sin pensar en pedirle ninguna dote. Además, ¿no sabes que el varón vale siempre más que la hembra? Y he aquí que el varón es mi hijo, y ¿aun aspiras a que lleve la dote cuando es tu hija quien debiera traerla? Obras como aquel comerciante que no quiere vender su mercancía, y para asustar al parroquiano empieza por pedirle cuatro veces su precio". Entonces dijo Chamseddin: "Sin duda te figuras que tu hijo es más noble que mi hija, lo cual demuestra que careces en absoluto de razón y sentido común y sobre todo de agradecimiento. Porque al hablar del visirato, olvidas que tan altas funciones me las debes a mí solo, y si te asocié conmigo, fué por lástima únicamente, para que pudieses ayudarme en mi labor.
¡Pero, en fin, ya está dicho! Puedes creer lo que gustes; porque yo, desde el momento en que piensas así, ¡ya no quiero casar a mi hija con tu hijo ni aun a peso de oro!"
Mucho le dolieron estas palabras a Nureddin, que contestó: "¡Tampoco yo quiero casar a mi hijo con tu hija!" Y Chamseddin replicó entonces: "Pues no hay para qué hablar más del asunto. Y como mañana tengo que marchar con el sultán, no dispongo de tiempo para que comprendas lo inconveniente de tus palabras. Pero después, ¡ya verás! ¡Cuando regrese, si Alah lo permite, sucederá lo que ha de suceder!"
Entonces Nureddin se alejó, muy apenado por esta escena, y se fué a dormir solo, con sus tristes pensamientos.
A la mañana siguiente salió de viaje el sultán, acompañado del visir Chamseddin, y se dirigió hacia la ribera del Nilo, lo atravesó en barca para llegar a Guesirah, y desde allí hasta las Pirámides.
En cuanto a Nureddin, después de haber pasado aquella noche contrariadísimo por el modo de proceder de su hermano, se levantó casi al amanecer, hizo sus abluciones, dijo la primera oración matinal, y después se dirigió a su armario, del cual sacó una alforja, y la llenó de oro, pensando siempre en las palabras despectivas de Chamseddin y en la humillación sufrida.
Y entonces recitó estas estrofas:
¡Marcha, amigo mío! ¡Abandónalo todo, y marcha! ¡Otros amigos encontrarás en vez de los que dejas! ¡Marcha! ¡Deja la ciudad y arma tu tienda de campaña! ¡Y vive en ella! ¡Allí, y nada más que allí, encontrarás las delicias de la vida!
¡En las moradas civilizadas y estables, no hay fervor ni hay amistad! ¡Créeme! ¡Huye de tu patria! ¡Arráncate del suelo de tu patria! ¡Intérnate en países extranjeros!
¡Escucha! ¡He comprobado que el agua que se estanca se corrompe; podría librarse de su podredumbre corriendo nuevamente! ¡Pero de otro modo es incurable!
¡He observado también la luna llena, y pude averiguar el número de sus ojos, de sus ojos de luz! ¡Pero si no hubiese seguido sus revoluciones en el espacio, no habría podido conocer los ojos de cada
cuarto de luna, los ojos que me miraban!
¿Y el león? ¿Sería posible cazar al león si no hubiera salido del espeso bosque...? ¿Y la flecha?; ¿Mataría la flecha si no escapara violentamente del arco tenso?
¿Y el oro y la plata? ¿No serían polvo vil si no hubiesen salido de sus yacimientos? ¿Y el armonioso laúd? ¡Ya sabes! ¡Sólo sería un pedazo de leño si el obrero no lo arrancase de la tierra para darle, forma!
Cuando acabó de recitar estos versos, mandó a uno de sus esclavos que le ensillase una mula torda, poderosa y rápida para la marcha. Y el esclavo preparó la mejor de todas las mulas, le puso una silla guarnecida de brocado y de oro, con estribos indios y una gualdrapa de terciopelo de Hispahan.
Y lo hizo tan bien, que la mula parecía una recién casada con su traje nuevo y brillante. Después todavía dispuso Nureddin que le echasen encima de todo un tapiz grande de seda y otro más pequeño de raso, terminado lo cual, colocó entre los dos tapices la alforja llena de oro y de alhajas.
En seguida dijo a este esclavo y a todos los demás: "Me voy a dar una vuelta por fuera de la ciudad, hacia la parte de Kaliubia, donde pienso pasar tres noches. Siento una opresión en el pecho, y voy a dilatar mis pulmones respirando el aire libre. Pero prohíbo a todo el mundo que me siga".
Y provisto de víveres para el camino, montó en la mula y se alejó rápidamente. No bien salió de El Cairo, anduvo tan ligero, que al mediodía llegó a Belbeis, donde se detuvo. Bajó de la mula para descansar y dejarla descansar, comió algo, compró en Belbeis cuanto podía necesitar para él y para la mula, y reanudó el viaje. Dos días después, precisamente al mediodía, merced al paso de su mula, entró en Jerusalén, la ciudad santa. Allí se apeó de la mula, descansó y la dejó reposar, extrajo del saco algo de comida, y después de alimentarse colocó el saco en el suelo para que le sirviese de almohada, luego de haber extendido el tapiz grande de seda, y se durmió, pensando siempre con indignación en la conducta de su hermano.
Al otro día, al amanecer, montó de nuevo y no dejó de caminar a buen paso, hasta llegar a la ciudad de Alepo. Allí se hospedó en uno de los khanes de la ciudad y dejó transcurrir tranquilamente tres días, descansando y dejando descansar a la mula, y cuando hubo respirado bien el aire puro de Alepo, pensó en continuar el viaje. Y al efecto, montó otra vez en la mula, después de haber comprado los maravillosos dulces que se hacen en Alepo, rellenos de piñones y almendras, cubiertos de azúcar, y que le gustaban mucho desde la niñez.
Y dejó que la mula se encaminase por donde quisiese, pues al salir de Alepo ya no sabía adónde dirigirse. Y cabalgó día y noche, hasta que una tarde, después de puesto el sol, se encontró en la ciudad de Bassra, pero no sabía que aquella ciudad fuese Bassra. Y no supo su nombre hasta después de llegado al khan, donde se lo dijeron. Se apeó entonces de la mula, la descargó de los dos tapices, de las provisiones y de la alforja, y encargó al portero del khan que la paseara un poco para que no se enfriase por descansar en seguida. Y en cuanto a Nureddin, él mismo tendió su tapiz, y se sentó en el khan para reposar.
El portero del khan cogió la mula de la brida, y se fué con ella. Pero ocurrió la coincidencia de que precisamente entonces el visir de Bassra hallábase sentado a la ventana de su palacio, contemplando la calle. Y al divisar una mula tan hermosa, con sus magníficos jaeces de gran valor, sospechó que esta mula pertenecía indudablemente a algún visir entre los visires extranjeros o acaso a algún rey entre los reyes. Y se puso a mirarla, sintiendo una gran perplejidad. Y después ordenó a uno de sus esclavos que le trajesen en seguida al portero que paseaba a la mula. Y el esclavo corrió en busca del portero y lo llevó ante el visir. Entonces el portero avanzó un paso, y besó la tierra entre las manos del visir, que era un anciano de mucha edad y muy respetable. Y el visir dijo al portero: "¿Quién es el. amo de esta mula, y qué posición tiene?" El portero contestó: "¡Oh mi señor! el amo de esta mula es un joven muy hermoso, lleno de seducciones, ricamente vestido, como hijo de algún gran mercader, y todo su aspecto impone el respeto y la admiración".
Al oírle, el visir se puso de pie, montó a caballo y marchando apresuradamente al khan, entró en el patio. Cuando lo vió Nureddin, corrió a su encuentro y le ayudó a apearse del caballo. Entonces el visir le dirigió el saludo acostumbrado, y Nureddin se lo devolvió y lo recibió muy cordialmente. Y el visir se sentó a su lado, y le dijo: "¡Oh hijo mío! ¿de dónde vienes, y por qué estás en Bassra?" Y Nureddin contestó: "¡Oh mi señor! vengo de El Cairo, mi ciudad natal. Mi padre era visir del sultán de Egipto, pero murió al ser llamado a la misericordia de Alah". Después contó toda su historia, desde el principio hasta el fin. Y luego añadió: "No he de volver a Egipto hasta después de haber recorrido el mundo, visitando todas las ciudades y todas las comarcas".
Y el visir contestó a Nureddin: "Hijo mío, prescinde de esas ideas de continuo viaje, porque causarán tu perdición. Sabe que el viajar por países extranjeros es la ruina y lo último de lo último. Atiende esta advertencia, pues temo que te perjudiquen los percances de la vida y del tiempo".
Después el visir ordenó a sus esclavos que desensillaran la mula y le quitasen los tapices y las sedas y se llevó consigo a Nureddin, alojándole en su casa, y lo dejó descansar, luego de haberle proporcionado todo lo que necesitaba.
Nureddin permaneció algún tiempo en casa del visir, y el visir le veía diariamente y le colmaba de consideraciones y favores. Y acabó por estimarle enormemente, hasta el punto de que un día le dijo: "Hijo mío, ya soy muy viejo, y no tengo ningún hijo varón. Pero Alah me ha concedido una hija que te iguala en belleza y perfecciones. Y hasta ahora se la he negado a cuantos me la pidieron en matrimonio. Pero a ti, a quien quiero con todo el cariño de mi corazón, he de preguntarte si consientes en aceptarla como esclava tuya. Porque yo deseo fervientemente que seas el esposo de mi hija. Y si quieres aceptar, marcharé en busca del sultán y le diré que eres un sobrino mío, recién llegado de Egipto, y que has venido a Bassra expresamente para pretender a mi hija en matrimonio. Y el sultán, por cariño a mí, te dará el visirato, porque yo ya estoy muy viejo y necesito descansar. Y así podré encerrarme muy a gusto en mi casa para no salir de ella".
Al oír esta proposición, bajó los ojos Nureddin, y después dijo: "Escucho y obedezco".
Entonces el visir llegó al colmo de la alegría, e inmediatamente ordenó a sus esclavos que preparasen el festín, y adornasen e iluminasen la sala de recepción, la más espaciosa de todas, reservada especialmente al más grande entre los emires.
Después reunió a todos sus amigos, e invitó a todos los nobles del reino y a todos los mercaderes de Bassra, y todos acudieron a presentarse entre sus manos. Entonces el visir, para explicarles el haber elegido a Nureddin con preferencia a todos los demás, les dijo: "Yo tenía un hermano que era visir en Egipto, y Alah le había favorecido con dos hijos, como a mí me favoreció con una hija, según sabéis. Mi hermano, poco antes de morir, me encargó que casara a mi hija con uno de sus hijos, y yo se lo prometí. Y precisamente este joven a quien veis es uno de los dos hijos de mi hermano, el visir de Egipto. Ha venido a Bassra con tal objeto. ¡Y mi mayor anhelo es que se escriba su contrato con mi hija, y que viva con ella en mi casa!"
Entonces contestaron todos: "¡Sea como dices! ¡Ponemos sobre nuestra cabeza cuanto hagas!"
Y todos tomaron parte en el gran festín, bebieron toda clase de vinos, y comieron una cantidad prodigiosa de pasteles y confituras. Y después, rociada la sala con agua de rosas, según costumbre, se despidieron del visir y de Nureddin.
Entonces el visir mandó a sus esclavos que llevasen a Nureddin al hammam y le diesen un baño. Y el visir le regaló uno de sus mejores trajes entre sus trajes, y después le envió toallas, palanganas de cobre, pebeteros y todas las demás cosas necesarias para el baño. Y Nureddin se bañó y salió del hammam con su traje nuevo y estaba más hermoso que la luna llena en la más bella de las noches.
Después Nureddin cabalgó en su mula torda, encaminándose hacia el palacio del visir, y al pasar por las calles le admiraban todos, elogiando su hermosura y la obra de Alah. Y descendió de la mula, entró en casa del visir y le besó la mano. Entonces el visir...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.


Cap comentari:

Publica un comentari a l'entrada