YO OFREZCO DESNUDAS, VÍRGENES,
INTACTAS Y SENCILLAS, PARA MIS DELICIAS Y
EL PLACER DE MIS AMIGOS, ESTAS NOCHES
ÁRABES VIVIDAS, SOÑADAS Y TRADUCIDAS
SOBRE SU TIERRA NATAL Y SOBRE EL AGUA.
Ellas me fueron dulces durante los ocios en
remotos mares, bajo un cielo ahora lejano.
Por eso las doy.
Sencillas, sonrientes y llenas de ingenuidad,
como la musulmana Scheherezade, su madre suculenta que las dio a luz en el
misterio; fermentando con emoción en los brazos de un príncipe sublime -lúbrico
y feroz-, bajo la mirada enternecida de Alah, clemente y misericordioso. Al
venir al mundo fueron delicadamente mecidas por las manos de la lustral
Doniazada, su buena tía, que grabó sus nombres sobre hojas de oro coloreadas de
húmedas pedrerías y las cuidó bajo el terciopelo de sus pupilas hasta la
adolescencia dura, para esparcirlas después, voluptuosas y libres, sobre el
mundo oriental, eternizado por su sonrisa.
Yo os las entrego tales como son, en su
frescor de carne y de rosa. Sólo existe un método honrado y lógico de
traducción: la LITERALIDAD, una literalidad impersonal, apenas atenuada por un
leve parpadeo y una ligera sonrisa del traductor. Ella crea, sugestiva, la más
grande potencia literaria. Ella produce el placer de la evocación. Ella es la
garantía de la verdad. Ella es firme e inmutable, en su desnudez de piedra.
Ella cautiva el aroma primitivo y lo cristaliza. Ella separa y desata... Ella
fija.
La literalidad encadena el espíritu divagador
y lo doma, al mismo tiempo que detiene la infernal facilidad de la pluma. Yo me
felicito que así sea; porque ¿dónde encontrar un traductor de genio simple,
anónimo, libre de la necia manía de su renombre...?
Las dificultades del idioma original, tan
duras para el traductor académico, que ve en las obras la letra antes que el
espíritu, se convierten entre los dedos del amoroso balbuceo oriental en
espirales tan bellas, que muchas veces no se atreve a desenlazarlas por miedo a
que pierdan su originalidad.
¡En cuanto a la acogida que tendrán estas
joyas orientales...! El Occidente, amanerado y empalidecido por la asfixia de
sus convencionalismos verbales, tal vez fingirá susto y asombro al oír el
franco lenguaje -gorjeo simple, sonoro y juvenil -de estas muchachas sanas y
morenas, nacidas en las tiendas del desierto, que ya no existen.
Entienden poco de malicia las huríes.
Y los pueblos primitivos, dice el Sabio,
llaman las cosas por su nombre y no encuentran nunca condenable lo que es
natural, ni licenciosa la expresión de lo natural. (Entiendo por pueblos
primitivos todos aquellos que aún no tienen una mancha en la carne o en el
espíritu, y que vinieron al mundo bajo la sonrisa de la Belleza).
Además, la literatura árabe ignora totalmente
ese producto odioso de la vejez espiritual: la intención pornográfica. Los
árabes ven todas las cosas bajo el aspecto hilarante. Su sentido erótico sólo
conduce a la alegría. Y ríen de todo corazón, como niños, allí donde un
puritano gemiría de escándalo.
Todo artista que ha vagabundeado por Oriente
y cultivado con amor los bancos calados de los adorables cafés populares en las
verdaderas ciudades musulmanas y árabes; el viejo Cairo con sus calles llenas
de sombra, siempre frescas; los zocos de Damasco, Sana del Yemen, Mascata o
Bagdad; todo aquel que ha dormido en la estera inmaculada del beduino de
Palmira, que ha partido el pan y saboreado la sal fraternalmente en la soledad
gloriosa del desierto, con Ibn Rachid, el suntuoso, tipo neto del árabe
auténtico, o que ha gustado la exquisitez de una charla de simplicidad antigua
con el puro descendiente del Profeta, el cherif Hussein ben Ali ben Aoun, emir
de la Meca santa, ha podido notar la expresión de las pintorescas fisonomías
reunidas. Un sentimiento único domina a toda la asistencia: una hilaridad loca.
Ella flamea con vitales estallidos ante las palabras gruesas y libres del
heroico cuentista público que en el centro del café o de la plaza gesticula,
mima, se pasea o brinca para dar mayor expresión a su relato en medio de los
espectadores risueños... Y se apodera de vosotros la general embriaguez
suscitada por las palabras y los sonidos imitativos, el humo del tabaco que
hace soñar, la esencia afrodisíaca que parece flotante en el espacio, el
sub-olor discreto del haschich, último regalo de Alah a los hombres... Y os
sentís navegantes aéreos en la frescura de la noche.
Allí nadie aplaude. Ese gesto bárbaro,
inarmónico y feroz, vestigio indiscutible de razas ancestrales y antropófagas
que danzaban en torno del poste de colores de la víctima y del cual ha hecho
Europa un signo de la horrible alegría burguesa amontonada bajo el gas o la
electricidad de las salas públicas, es completamente desconocido.
El árabe, ante una música compuesta de notas
de cañas y flautas, ante un lamento de kanoun, un canto de muezzin o de almea,
un cuento subido de color, un poema de aliteraciones en cascadas, un perfume
sutil de jazmín, una danza de flor movida por la brisa, un -vuelo de pájaro o la
desnudez de ámbar y perla de una abultada cortesana de formas ondulosas y ojos
de estrella, responde en sordina o a toda voz con un ¡Ah! ¡Ah!... largo,
sabiamente modulado, extático, arquitectónico.
Y esto se debe a que el árabe no es más que
un instintivo; pero afinado, exquisito. Ama la línea pura y la adivina con su
imaginación cuando es irreal.
Pero es parco en palabras y sueña... sueña. Y
ahora, amigos míos...
Yo os prometo, sin miedo de mentir, que el
telón va a levantarse sobre la más asombrosa, la más complicada y la más
espléndida visión que haya alumbrado jamás sobre la nieve del papel el frágil
útil del cuentista.
¡EN EL NOMBRE DE ALAH EL CLEMENTE, EL
MISERICORDIOSO!
¡La alabanza a Alah, amo del Universo! ¡Y la
plegaria y la paz para el príncipe de los enviados, nuestro señor y soberano
Mohamed!
Y, para todos los tuyos, la plegaria y la paz
siempre unidas esencialmente hasta el día de la recompensa.
¡Y después...! que las leyendas de los
antiguos sean una lección para los modernos, a fin de que el hombre aprenda en
los sucesos que ocurren a otros que no son él. Entonces respetará y comparará
con atención las palabras de los pueblos pasados y lo que a él le ocurra y se
reprimirá.
Por esto ¡gloria a quien guarda los relatos
de los primeros como lección dedicada a los últimos!
De estas lecciones han sido entresacados los
cuentos que se llaman «Mil noches y una noches», y todo lo que hay en ellos de
cosas extraordinarias y de máximas.
Cuéntase -pero Alah es más sabio, más
prudente, más poderoso y más benéfico- que en lo que transcurrió en la
antigüedad del tiempo y en lo pasado de la edad, hubo un rey entre los reyes de
Sassan, en las islas de la India y de la China.
Era dueño de ejércitos y señor de auxiliares,
de servidores y de un séquito numeroso. Tenía dos hijos, y ambos eran heroicos
jinetes, pero el mayor valía más aún que el menor. El mayor reinó en los
países, gobernó con justicia entre los hombres y por eso le querían los
habitantes del país y del reino. Llamábase el rey Schahriar. Su hermano,
llamado Schahzaman, era el rey de Salamarcanda TI-Ajam.
Siguiendo las cosas el mismo curso,
residieron cada uno en su país, y gobernaron con justicia a sus ovejas durante
veinte años. Y llegaron ambos hasta el límite del desarrollo y el florecimiento.
No dejaron de ser así, hasta que el mayor
sintió vehementes deseos de ver a su hermano. Entonces ordenó a su visir que
partiese y volviese con él. El visir contestó: "Escucho y obedezco".
Partió, pues, y llegó felizmente por la
gracia de Alah; entró en casa de Schahzaman, le transmitió la paz, le dijo que
el rey Schahriar deseaba ardientemente verle, y que el objeto de su viaje era
invitar a su hermano. El rey Schahzaman contestó: "Escucho y
obedezco". Dispuso los preparativos de la partida, mandando sacar sus
tiendas, sus camellos y sus mulos, y que saliesen sus servidores y auxiliares.
Nombró a su visir gobernador del reino y salió en demanda de las comarcas de su
hermano.
Pero a medianoche recordó una cosa que había
olvidado; volvió a su palacio apresuradamente, y encontró a su esposa tendida
en el lecho abrazada con un negro, esclavo entre los esclavos. Al ver tal cosa,
el mundo se oscureció ante sus ojos.
Y se dijo: "Si ha sobrevenido tal
aventura cuando apenas acabo de dejar la ciudad, ¿cuál sería la conducta de
esta libertina si me ausentase algún tiempo para estar con mi hermano?"
Desenvainó inmediatamente su alfanje, y acometiendo a ambos, los dejó muertos
sobre los tapices del lecho. Volvió a salir sin perder una hora ni un instante,
y ordenó la marcha de la comitiva. Y viajó de noche hasta avistar la ciudad de
su hermano.
Entonces éste se alegró de su proximidad,
salió a su encuentro, y al recibirlo, le deseó la paz. Se regocijó hasta los
mayores límites del contento, mandó adornar en honor suyo la ciudad y se puso a
hablarle lleno de efusión. Pero el rey Schahzaman recordaba la aventura de su
esposa, y una nube de tristeza le velaba la faz. Su tez se había puesto pálida
y su cuerpo se había debilitado. Al verle de tal modo, el rey Schahriar creyó
en su alma que aquello se debía a haberse alejado de su reino y de su país, y
lo dejaba estar, sin preguntarle nada. Al fin, un día, le dijo: "Hermano,
tu cuerpo enflaquece y tu cara amarillea". Y el otro respondió: "¡Ay,
hermano, tengo en mi interior como una llaga en carne viva!"
Pero no le reveló lo que le había ocurrido
con su esposa.
El rey Schahriar le dijo: "Quisiera que
me acompañes a cazar a pie y a caballo, pues así tal vez se esparciera tu
espíritu". El rey Schahzaman no quiso aceptar, y su hermano se fue solo a
la cacería.
Había en el palacio unas ventanas que daban
al jardín, y habiéndose asomado a una de ellas, el rey Schahzaman vio cómo se
abría una puerta para dar salida a veinte esclavas y veinte esclavos, entre los
cuales avanzaba la mujer del rey Schahriar en todo el esplendor de su belleza.
Llegados a un estanque, se desnudaron, y se mezclaron todos.
Y súbitamente la mujer del rey gritó:
"¡Oh, Massaud!" Y en seguida acudió hacia ella un robusto esclavo
negro, que la abrazó.
Ella se abrazó también a él, y entonces el
negro la echó al suelo, boca arriba, y la gozó.
A tal señal todos los demás esclavos hicieron
lo mismo con las mujeres. Y así siguieron largo tiempo, sin acabar con sus
besos, abrazos, copulaciones y cosas semejantes hasta cerca del amanecer.
Al ver aquello, pensó el hermano del rey:
"¡Por Alah! Más ligera es mi calamidad que esta otra".
Inmediatamente, dejando que se desvaneciese su aflicción, se dijo: "¡En
verdad, esto es más enorme que cuanto me ocurrió a mí!" Y desde aquel
momento volvió a comer y beber cuanto pudo.
A todo esto, el rey, su hermano, volvió de su
excursión, y ambos se desearon la paz íntimamente. Luego el rey Schahriar
observó que su hermano el rey Schahzaman acababa de recobrar el buen color, pues
su semblante había adquirido nueva vida, y advirtió también que comía con toda
su alma después de haberse alimentado parcamente en los primeros días.
Se asombró de ello, y dijo: "Hermano,
poco ha te veía amarillo de tez y ahora has recuperado los colores. Cuéntame
qué te pasa". El rey le dijo:
"Te contaré la causa de mi anterior
palidez, pero dispénsame de referirte el motivo de haber recobrado los
colores". El rey replicó: "Para entendernos, relata primeramente la
causa de tu pérdida de color y tu debilidad". Y se explicó de este modo:
"Sabrás, hermano, que cuando enviaste tu visir para requerir mi presencia,
hice mis preparativos de marcha, y salí de la ciudad.
Pero después me acordé de la joya que te
destinaba y que te di al llegar a tu palacio. Volví, pues, y encontré a mi
mujer acostada con un esclavo negro, durmiendo en los tapices de mi cama. Los
maté a los dos, y vine hacia ti, muy atormentado por el recuerdo de tal
aventura. Este fue el motivo de mi primera palidez y de mi enflaquecimiento. En
cuanto a la causa de haber recobrado mi buen color, dispénsame de
mencionarla".
Cuando su hermano oyó estas palabras, le
dijo: "Por Alah, te conjuro a que me cuentes la causa de haber recobrado
tus colores".
Entonces el rey Schahzaman le refirió cuanto
había visto. El rey Schahriar dijo: "Ante todo, es necesario que mis ojos
vean semejante cosa". Su hermano le respondió: "Finge que vas de
caza, pero escóndete en mis aposentos y serás testigo del espectáculo; tus ojos
lo contemplarán".
Inmediatamente, el rey mandó que el pregonero
divulgase la orden de marcha. Los soldados salieron con sus tiendas fuera de la
ciudad. El rey marchó también, se ocultó en su tienda y dijo a sus jóvenes
esclavos: "¡Que nadie entre!" Luego se disfrazó, salió a hurtadillas
y se dirigió al palacio. Llegó a los aposentos de su hermano, y se asomó a la
ventana que daba al jardín. Apenas había pasado una hora, cuando salieron las
esclavas, rodeando a su señora, y tras ellas los esclavos. E hicieron cuanto
había contado Schahzaman, pasando en tales juegos hasta el asr (parte del día
en que empieza a declinar el sol).
Cuando vio estas cosas el rey Schahriar, la
razón se ausentó de su cabeza, y dijo a su hermano: "Marchemos para saber
cuál es nuestro destino en el camino de Alah, porque nada de común debemos
tener con la realeza hasta encontrar a alguien que haya sufrido una aventura
semejante a la nuestra. Si no, la muerte sería preferible a nuestra vida".
Su hermano le contestó lo que era apropiado y ambos salieron por una puerta
secreta del palacio. Y no cesaron de caminar día y noche, hasta que por fin
llegaron a un árbol, en medio de una solitaria pradera, junto a la mar salada.
En aquella pradera había un manantial de agua dulce. Bebieron de ella y se
sentaron a descansar.
Apenas había transcurrido una hora del día,
cuando el mar empezó a agitarse. De pronto brotó de él una negra columna de
humo, que llegó hasta el cielo y se dirigió después hacia la pradera. Los
reyes, asustados, se subieron a la cima del árbol, que era muy alto, y se
pusieron a mirar lo que tal cosa pudiera ser.
Y he aquí que la columna de humo se convirtió en un efrit de elevada estatura, poderoso de hombros y robusto de pecho. Llevaba un arca sobre la cabeza. Puso el pie en el suelo, y se dirigió hacia el árbol y se sentó debajo de él. Levantó entonces la tapa del arca, sacó de ella una caja, la abrió, y apareció en seguida una encantadora joven, de espléndida hermosura, luminosa lo mismo que el sol, como dijo el poeta:
¡Antorcha en las tinieblas, ella aparece y es
el día! ¡Ella aparece y con su luz se iluminan las auroras!
¡Los soles irradian con su claridad y las
lunas con las sonrisas de sus ojos!
¡Que los velos de su misterio se rasguen, e
inmediatamente las criaturas se prosternan encantados a sus pies!
¡Y ante los dulces relámpagos de su mirada,
el rocío de las lágrimas de pasión humedece todos los párpados!
Después que el efrit hubo contemplado a la
hermosa joven, le dijo: "¡Oh soberana de las sederías! ¡Oh tú, a quien
rapté el mismo día de tu boda! Quisiera dormir un poco".
Y el efrit colocó la cabeza en las rodillas
de la joven y se durmió. Entonces la joven levantó la cabeza hacia la copa del
árbol y vio ocultos en las ramas a los dos reyes. En seguida apartó de sus
rodillas la cabeza del efrit, la puso en el suelo, y les dijo por señas:
"Bajad, y no tengáis miedo de este efrit". Por señas, le
respondieron: "¡Por Alah sobre ti! ¡Dispénsanos de lance tan
peligroso!"
Ella les dijo: "¡Por Alah sobre
vosotros! Bajad en seguida si no queréis que avise al efrit, que os dará la
peor muerte". Entonces, asustados, bajaron hasta donde estaba ella, que se
levantó para decirles: "Traspasadme con vuestra lanza de un golpe duro y
violento; si no, avisaré al efrit".
Schahriar, movido del espanto, dijo a
Schahzaman: "Hermano, sé el primero en hacer lo que ésta manda". El
otro repuso: "No lo haré sin que antes me des el ejemplo tú, que eres
mayor". Y ambos empezaron a invitarse mutuamente, haciéndose con los ojos
señas de copulación.
Pero ella les dijo: "¿Para qué tanto
guiñar los ojos? Si no venís y me obedecéis, llamo inmediatamente al
efrit". Entonces, por miedo al efrit hicieron con ella lo que les había
pedido. Cuando los hubo agotado, les dijo: "¡Qué expertos sois los
dos!"
Sacó del bolsillo un saquito y del saquito un
collar compuesto de quinientas setenta sortijas con sellos, y les preguntó:
"¿Sabéis lo que es esto?" Ellos contestaron: "No lo
sabemos". Entonces les explicó la joven: "Los dueños de estos anillos
me han poseído todos junto a los cuernos insensibles de este efrit. De suerte
que me vais a dar vuestros anillos". Lo hicieron así, sacándoselos de los
dedos, y ella entonces les dijo: "Sabed que este efrit me robó la noche de
mi boda; me encerró en esa caja, metió la caja en el arca, le echó siete candados
y la arrastró al fondo del mar, allí donde se combaten las olas.
"Pero no sabía que cuando desea alguna
cosa una mujer no hay quien la venza.
"Ya lo dijo el poeta:
¡Amigo: no te fíes de la mujer; ríete de sus
promesas! Su buen o mal humor depende de los caprichos de su vulva!
¡Prodigan amor falso cuando la perfidia las
llena y forma como la trama de sus vestidos!
¡Recuerda respetuosamente las Palabras de
Yusuf! ¡Y no olvides que Eblis hizo que expulsaran a Adán por causa de la
Mujer!
¡No te confíes, amigo! ¡Es inútil! ¡Mañana,
en aquella que creas más segura, sucederá al amor puro una pasión loca!
Y no digas: "¡Si me enamoro, evitaré las
locuras de los enamorados!".
¡No lo digas! ¡Sería verdaderamente un prodigio único ver salir a un hombre sano y salvo de la seducción de las mujeres!
Los dos hermanos, al oír estas palabras, se
maravillaron hasta más no poder, y se dijeron uno a otro: "Si éste es un
efrit, y a pesar de su poderío le han ocurrido cosas más enormes que a
nosotros, esta aventura debe consolarnos". Inmediatamente se despidieron
de la joven y regresaron cada uno a su ciudad.
En cuanto el rey Schahriar entró en su
palacio, mandó degollar a su esposa, así como a los esclavos y esclavas.
Después ordenó a su visir que cada noche le llevase una joven que fuese virgen.
Y cada noche arrebataba a una su virginidad. Y cuando la noche había
transcurrido mandaba que la matasen. Así estuvo haciendo durante tres años, y
todo eran lamentos y voces de horror. Los hombres huían con las hijas que les quedaban.
En la ciudad no había ya ninguna doncella que pudiese servir para los asaltos
de este cabalgador.
En esta situación el rey mandó al visir que,
como de costumbre, le trajese una joven. El visir, por más que buscó, no pudo
encontrar ninguna, y regresó muy triste a su casa, con el alma transida de
miedo ante el furor del rey. Pero este visir tenía dos hijas de gran hermosura,
que poseían todos los encantos, todas las perfecciones y eran de una
delicadeza exquisita.
La mayor se llamaba Scheherezade, y el nombre
de la menor era Doniazada. La mayor, Scheherezade, había leído los libros, los
anales, las leyendas de los reyes antiguos y las historias de los pueblos
pasados. Dicen que poseía también mil libros de crónicas referentes a los
pueblos de las edades remotas, a los reyes de la antigüedad y sus poetas. Y era
muy elocuente y daba gusto oírla.
Al ver a su padre, le habló así: "¿Por
qué te veo tan cambiado, soportando un peso abrumador de pesadumbres y
aflicciones...? Sabe, padre, que el poeta dice: "¡Oh tú, que te apenas,
consuélate! Nada es duradero, toda alegría se desvanece y todo pesar se
olvida".
Cuando oyó estas palabras el visir, contó a
su hija cuanto había ocurrido, desde el principio al fin, concerniente al rey.
Entonces le dijo Scheherezade: "Por Alah. Padre, cásame con el rey, porque
si no me mata, seré la causa del rescate de las hijas de los muslemini y podré
salvarlas de entre las manos del rey". Entonces el visir contestó:
"¡Por Alah sobre ti! No te expongas nunca a tal peligro".
Pero Scheherezade repuso: "Es
imprescindible que así lo haga". Entonces le dijo su padre: "Cuidado
no te ocurra lo que les ocurrió al asno y al buey con el labrador. Escucha su
historia:
FÁBULAS DEL ASNO, EL BUEY Y EL LABRADOR
Has de saber, hija mía, que hubo un
comerciante dueño de grandes riquezas y de mucho ganado. Estaba casado y con
hijos. Alah, el Altísimo, le dio igualmente el conocimiento de los lenguajes de
los animales y el canto de los pájaros. Habitaba este comerciante en un país
fértil, a orillas de un río. En su morada había un asno y un buey. Cierto día
llegó el buey al lugar ocupado por el asno y vio aquel sitio barrido y regado.
En el pesebre había cebada y paja bien cribadas, y el jumento estaba echado,
descansando. Cuando el amo lo montaba, era sólo para algún trayecto corto y por
asunto urgente, y el asno volvía pronto a descansar.
Ese día el comerciante oyó que el buey decía
al pollino: "Come a gusto y que te sea sano, de provecho y de buena
digestión. ¡Yo estoy rendido y tú descansado, después de comer cebada, bien
cribada! Si el amo te monta alguna que otra vez, pronto vuelve a traerte. En
cambio, yo me reviento arando y con el trabajo del molino". El asno le
aconsejó: "Cuando salgas al campo y te echen el yugo, túmbate y no te menees
aunque te den de palos. Y si te levantan, vuélvete a echar otra vez. Y si
entonces te vuelven al establo y te ponen habas, no las comas, fíngete enfermo.
Haz por no comer ni beber en unos días, y de ese modo descansarás de la fatiga
del trabajo".
Pero el comerciante seguía presente, oyendo
todo lo que hablaban. Se acercó el mayoral al buey para darle forraje y le vio
comer muy poca cosa. Por la mañana, al llevarlo al trabajo, lo encontró
enfermo. Entonces el amo dijo al mayoral: "Coge al asno y que are todo el
día en lugar del buey". Y el hombre unció al asno en vez del buey y le
hizo arar todo el día.
Al anochecer, cuando el asno regresó al
establo, el buey le dio las gracias por sus bondades, que le habían
proporcionado el descanso de todo el día; pero el asno no le contestó. Estaba
muy arrepentido.
Al otro día el asno estuvo arando también
durante toda la jornada y regresó con el pescuezo desollado, rendido de fatiga.
El buey, al verle en tal estado, le dio las gracias de nuevo y lo colmó de
alabanzas. El asno le dijo: "Bien tranquilo estaba yo antes.- Ya ves cómo
me ha perjudicado el hacer beneficio a los demás". Y en seguida añadió:
"Voy a darte un buen consejo de todos modos. He oído decir al amo que te
entregarán al matarife si no te levantas, y harán una cubierta para la mesa con
tu piel. Te lo digo para que te salves, pues sentiría que te ocurriese
algo".
El buey, cuando oyó estas palabras del asno,
le dio las gracias nuevamente, y le dijo: "Mañana reanudaré mi
trabajo". Y se puso a comer, se tragó todo el forraje y hasta lamió el
recipiente con su lengua.
Pero el amo les había oído hablar.
En cuanto amaneció fue con su esposa hacia el
establo de los bueyes y las vacas, y se sentaron a la puerta. Vino el mayoral y
sacó al buey, que en cuanto vio a su amo empezó a menear la cola, a ventosear
ruidosamente y a galopar en todas direcciones como si estuviese loco. Entonces
le entró tal risa al comerciante, que se cayó de espaldas. Su mujer le
preguntó: "¿De qué te ríes?" Y él dijo: "De una cosa que he
visto y oído; pero no la puedo descubrir porque me va en ello la vida". La
mujer insistió: "Pues has de contármela, aunque te cueste morir". Y
él dijo: "Me callo, porque temo a la muerte". Ella repuso:
"Entonces es que te ríes de mí".
Y desde aquel día no dejó de hostigarle
tenazmente, hasta que le puso en una gran perplejidad. Entonces el comerciante
mandó llamar a sus hijos, y así como al kadí y a unos testigos. Quiso hacer
testamento antes de revelar el secreto a su mujer, pues amaba a su esposa
entrañablemente porque era la hija de su tío paterno, madre de sus hijos y
había vivido con ella ciento veinte años de su edad.
Hizo llamar también a todos los parientes de
su esposa y a los habitantes del barrio y refirió a todos lo ocurrido, diciendo
que moriría en cuanto revelase el secreto.
Entonces toda la gente dijo a la mujer:
"¡Por Alah sobre ti! No te ocupes más del asunto; pues va a perecer tu
marido, el padre de tus hijos". Pero ella replicó: "Aunque le cueste
la vida no le dejaré en paz hasta que me haya dicho su secreto". Entonces
ya no le rogaron más. El comerciante se apartó de ellos y se dirigió al
estanque de la huerta para hacer sus abluciones y volver inmediatamente a
revelar su secreto y morir.
Pero había un gallo lleno de vigor, capaz de
dejar satisfechas a cincuenta gallinas, y junto a él hallábase un perro. Y el
comerciante oyó que el perro increpaba al gallo de este modo: "¿No te
avergüenza el estar tan alegre cuando va a morir nuestro amo?" Y el gallo
preguntó: "¿Por qué causa va a morir?"
Entonces el perro contó toda la historia, y
el gallo repuso: "¡Por Alah! Poco talento tiene nuestro amo. Cincuenta
esposas tengo yo y a todas sé manejármelas perfectamente, regañando a unas y
contentando a otras. ¡En cambio, él sólo tiene una y no sabe entenderse con
ella!
El medio es bien sencillo: bastaría con
cortar unas cuantas varas de morera, entrar en el camarín de su esposa y darle
hasta que sucumbiera o se arrepintiese. No volvería a importunarle con
preguntas". Así dijo el gallo, y cuando el comerciante oyó sus palabras se
iluminó su razón, y resolvió dar una paliza a su mujer.
El visir interrumpió aquí su relato para
decir a su hija Scheherezade: "Acaso el rey haga contigo lo que el
comerciante con su mujer". Y Scheherezade preguntó: "¿Pero qué
hizo?" Entonces el visir prosiguió de este modo:
Entró el comerciante llevando ocultas las
varas de morera, que acababa de cortar, y llamó aparte a su esposa: "Ven a
nuestro gabinete para que te diga mi secreto". La mujer le siguió; el
comerciante se encerró con ella y empezó a sacudirla varazos hasta que ella
acabó por decir: "¡Me arrepiento, me arrepiento!" Y besaba las manos
y los pies de su marido. Estaba arrepentida de veras. Salieron entonces, y la
concurrencia se alegró muchísimo, regocijándose también los parientes. Y todos
vivieron muy felices hasta la muerte.
Dijo. Y cuando Scheherezade, hija del visir,
hubo oído este relato, insistió nuevamente en su ruego: "Padre, de todos
modos quiero que hagas lo que te he pedido". Entonces el visir, sin
replicar nada, mandó que preparasen el ajuar de su hija, y marchó a comunicar
la nueva al rey Schahriar.
Mientras tanto, Scheherezade decía a su
hermana Doniazada: "Te mandaré llamar cuando esté en el palacio, y así que
llegues y veas que el rey ha terminado su cosa conmigo, me dirás:
"Hermana, cuenta alguna historia maravillosa que nos haga pasar la
noche". Entonces yo narraré cuentos que, si quiere Alah, serán la causa de
la emancipación de las hijas de los musulmanes".
Fue a buscarla después el visir, y se dirigió
con ella hacia la morada del rey. El rey se alegró muchísimo al ver a Scheherezade,
y preguntó a su padre: "¿Es ésta lo que yo necesito?" Y el visir dijo
respetuosamente: "Sí, lo es".
Pero cuando el rey quiso acercarse a la
joven, ésta se echó a llorar. Y el rey le dijo: "¿Qué te pasa?" Y
ella contestó "¡Oh, rey poderoso, tengo una hermanita de la cual quisiera
despedirme!" El rey mandó buscar a la hermana, y apenas vino se abrazó a Scheherezade,
y acabó por acomodarse cerca del lecho.
Entonces el rey se levantó, y cogiendo a Scheherezade,
le arrebató la virginidad. Después empezaron a conversar.
Doniazada dijo entonces a Scheherezade:
"¡Hermana, por Alah sobre ti!, cuéntanos una historia que nos haga pasar
la noche".
Y Scheherezade contestó: "De buena gana,
y como un debido homenaje, si es que me lo permite este rey tan generoso,
dotado de tan buenas maneras.
El rey, al oír estas
palabras, como no tuviese ningún sueño, se prestó de buen grado a escuchar la
narración de Scheherezade.
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