PERO CUANDO LLEGO LA 12ª NOCHE
Ella dijo:
He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que el saaluk, mientras la concurrencia escuchaba su relato, prosiguió diciendo a la joven: Después que mi tío dió con la babucha en la cara de su hijo, que estaba allí tendido y hecho carbón, me quedé prodigiosamente sorprendido ante aquel golpe. Y me afligió mucho ver a mi primo convertido en carbón; ¡tan joven como era! Y en seguida exclamé: "¡Por Alah! ¡oh tío mío! Alivia un poco los pesares de tu corazón. Porque yo sufro mucho con lo que ha ocurrido a tu hijo. Y sobre todo, me aflige verlo convertido en carbón, lo mismo que a esa joven, y que tú, no contento con esto, le pegues con la suela de tu babucha".
Entonces mi tío me contó lo siguiente: "¡Oh sobrino mío! Sabe que este joven, que es mi hijo, ardió en amores por su hermana desde la niñez. Y yo siempre le alejaba de ella, y me decía: "Debo estar tranquilo, porque aun son muy jóvenes".
¡Pero no fué así! Apenas llegados a la pubertad, cometieron la mala acción, y aunque lo averigüé, no podía creerlo del todo. Sin embargo, eché a mi hijo una reprimenda terrible, y le dije: "¡Cuidado con esas indignas acciones que nadie ha cometido hasta ahora, ni nadie cometerá después! ¡Cuenta que no habría reyes que tuvieran que arrastrar tanta vergüenza ni tanta ignominia como nosotros! ¡Y los correos propagarían a caballo nuestro escándalo por todo el mundo! ¡Guárdate, pues, si no quieres que te maldiga y te mate!" Después cuidé de separarla a ella y de separarle a él. Pero indudablemente esta malvada le quería con un amor grandísimo, porque el Cheitán consolidó su obra en ellos.
Así, pues, cuando mi hijo vió que le había separado de su hermana, debió fabricar este asilo subterráneo sin que nadie lo supiera; y como ves, trajo a él manjares y otras cosas; y se aprovechó de mi ausencia, cuando yo estaba en la cacería, para venir aquí con su hermana. Con esto provocaron la justicia del Altísimo y Muy Glorioso. Y el los abrasó aquí a los dos. Pero el suplicio del mundo futuro es más terrible todavía y más duradero".
Entonces mi tío se echó a llorar, y yo lloré con él. Y después exclamó: "¡Desde ahora serás mi hijo en vez de ese otro!"
Pero yo me puse a meditar durante una hora sobre los hechos de este mundo y en otras cosas: en la muerte de mi padre por orden del visir, en su trono usurpado, en mi ojo hundido, ¡que todos veis! y en todas estas cosas tan extraordinarias que le habían ocurrido a mi primo, y no pude menos de llorar otra vez.
Luego salimos de la tumba, echamos la losa, la cubrimos con tierra, y dejándolo todo como estaba antes, volvimos a palacio.
Apenas llegamos oímos sonar instrumentos de guerra, trompetas y tambores, y vimos que corrían los guerreros. Y toda la ciudad se llenó de ruidos, del estrépito y del polvo que levantaban los cascos de los caballos. Nuestro espíritu se hallaba en una gran perplejidad, no acertando la causa de todo aquello. Pero por fin mi tío acabó por preguntar la razón de estas cosas, y le dijeron: "Tu hermano ha sido muerto por el visir, que se ha apresurado a reunir sus tropas y a venir súbitamente al asalto de la ciudad. Y los habitantes han visto que no podían ofrecer resistencia, y han rendido la ciudad a discreción".
Al oír todo aquello, me dije: "¡Seguramente me matará si caigo en sus manos!" Y de nuevo se amontonaron en mi alma las penas y las zozobras, y empecé a recordar las desgracias ocurridas a mi padre y a mi madre. Y no sabía qué hacer, pues si me veían los soldados estaba perdido. Y no hallé otro recurso que afeitarme la barba. Así es que me afeité la barba, me disfracé como pude, y me escapé de la ciudad. Y me dirigí hacia esta ciudad de Bagdad, donde esperaba llegar sin contratiempo y encontrar alguien que me guiase al palacio del Emir de los Creyentes, Harún Al-Raschid, el califa del Amo del Universo, a quien quería contar mi historia y mis aventuras.
Llegué a Bagdad esta misma noche, y como no sabía dónde ir, me quedé muy perplejo. Pero de pronto me encontré cara a cara con este saaluk, y le deseé la paz y le dije: "Soy extranjero". Y él me contestó: "Yo también lo soy". Y estábamos hablando, cuando vimos acercarse a este tercer saaluk, que nos deseó la paz y nos dijo: "Soy extranjero". Y le contestamos: "También lo somos nosotros". Y anduvimos juntos hasta que nos sorprendieron las tinieblas. Entonces el Destino nos guió felizmente a esta casa, cerca de vosotras, señoras mías.
Tal es la causa de que me veáis afeitado y tenga un ojo hueco.
Cuando hubo acabado de hablar, le dijo la mayor de las tres doncellas: "Está bien; acaríciate la cabeza y vete".
Pero el primer saaluk contestó: "No me iré hasta que haya oído los relatos de los demás".
Y todos estaban maravillados de aquella historia tan prodigiosa, y el califa dijo al visir: "En mi vida he oído aventura semejante a la de este saaluk".
Entonces el primer saaluk fué a sentarse en el suelo, con las piernas cruzadas, y el otro dió un paso, besó la tierra entre las manos de la joven, y refirió lo que sigue:
La verdad es, ¡oh señora mía! que yo no nací tuerto. Pero la historia que voy a contarte es tan asombrosa, que si se escribiese con la aguja en el ángulo interior del ojo, serviría de lección a quien fuese capaz de instruirse.
Aquí donde me ves, soy rey, hijo de un rey. También sabrás que no soy ningún ignorante. He leído el Corán, las siete narraciones, los libros capitales, los libros esenciales de los maestros de la ciencia. Y aprendí también la ciencia de los astros y las palabras de los poetas. Y de tal modo me entregué al estudio de todas las ciencias, que pude superar a todos los vivientes de mi siglo.
Además, mi nombre sobresalió entre todos los escritores. Mi fama se extendió por el mundo, y todos los reyes supieron mi valía. Fué entonces cuando oyó hablar de ella el rey de la India, y mandó un mensaje a mi padre rogándole que me enviara a su corte, y acompañó a este mensaje espléndidos regalos, dignos de un rey. Mi padre consintió, hizo preparar seis naves llenas de todas las cosas, y partí con mi servidumbre.
Nuestra travesía duró todo un mes. Al llegar a tierra desembarcamos los caballos y los camellos, y cargamos diez de éstos con los presentes destinados al rey de la India. Pero apenas nos habíamos puesto en marcha, se levantó una nube de polvo, que cubría todas las regiones del cielo y de la tierra, y así duró una hora. Se disipó después, y salieron de ella hasta sesenta jinetes que parecían leones enfurecidos. Eran árabes del desierto, salteadores de caravanas, y cuando intentamos huir, corrieron a rienda suelta detrás de nosotros y no tardaron en darnos alcance. Entonces, haciéndoles señas con las manos, les dijimos: "No nos hagáis daño, pues somos una embajada que lleva estos presentes al poderoso rey de la India". Y contestaron ellos: "No estamos en sus dominios ni dependemos de ese rey".
Y en seguida mataron a varios de mis servidores, mientras que huíamos los demás. Yo había recibido una herida enorme, pero, afortunadamente, los árabes sólo se cuidaron de apoderarse de las riquezas que llevaban los camellos.
No sabía yo dónde estaba ni qué había de hacer, pues me afligía pensar que poco antes era muy poderoso y ahora me veía en la pobreza y en la miseria. Seguí huyendo, hasta encontrarme en la cima de una montaña, donde había una gruta, y allí al fin pude descansar y pasar la noche.
A la mañana siguiente salí de la gruta, proseguí mi camino, y así llegué a una ciudad espléndida, de clima tan maravilloso, que el invierno nunca la visitó y la primavera la cubría constantemente con sus rosas. Me alegré mucho al entrar en aquella ciudad, donde encontraría, seguramente, descanso a mis fatigas y sosiego a mis inquietudes.
No sabía a quién dirigirme, pero al pasar junto a la tienda de un sastre que estaba allí cosiendo, le deseé la paz, y el buen hombre, después de devolverme el saludo, me abrazó, me invitó cordialmente a sentarme, y lleno de bondad me interrogó acerca de los motivos que me habían alejado de mi país. Le referí entonces cuanto me había ocurrido, desde el principio hasta el fin, y el sastre me compadeció mucho y me dijo: "¡Oh tierno joven! no cuentes eso a nadie: Teme al rey de esta ciudad, que es el mayor enemigo de los tuyos, y quiere vengarse de tu padre desde hace muchos años".
Después me dió de comer y beber, y comimos y bebimos en la mejor compañía. Y pasamos parte de la noche conversando, y luego me cedió un rincón de la tienda para que pudiese dormir, y me trajo un colchón y una manta, y cuanto podía necesitar.
Así permanecí en su tienda tres días, y transcurridos que fueron, me preguntó: "¿Sabes algún oficio para ganarte la vida?" Y yo contesté: "¡Ya lo creo! Soy un gran jurisconsulto, un maestro reconocido en ciencias, y además sé leer y contar". Pero él replicó: "Hijo mío, nada de eso es oficio. Es decir, no digo que no sea oficio (pues me vió muy afligido), pero no encontrarás parroquianos en nuestra ciudad. Aquí nadie sabe estudiar, ni leer, ni escribir, ni contar. No saben más que ganarse la vida". Entonces me puse muy triste y comencé a lamentarme: "¡Por Alah! Sólo sé hacer lo que acabo de decirte". Y él me dijo: "¡Vamos, hijo mío, no hay que afligirse de ese modo! Coge una cuerda y un hacha y trabaja de leñador, hasta que Alah te depare mejor suerte. Pero, sobre todo, oculta tu verdadera condición, pues te matarían". Y fué a comprarme el hacha y la cuerda, y me mandó con los leñadores, después de recomendarme a ellos.
Marché entonces con los leñadores, y terminado mi trabajo, me eché al hombro una carga de leña, la llevé a la ciudad y la vendí por medio dinar. Compré con unos pocos cuartos mi comida, guardé cuidadosamente el resto de las monedas, y durante un año seguí trabajando de este modo. Todos los días iba a la tienda del sastre, donde descansaba unas horas sentado en el suelo con las piernas cruzadas.
Un día, al salir al campo con mi hacha, llegué hasta un bosque muy frondoso que me ofrecía una buena provisión de leña. Escogí un gran tronco seco, me puse a escarbar alrededor de las raíces, y de pronto el hacha se quedó sujeta en una argolla de cobre. Vacié la tierra, y descubrí una tabla a la cual estaba prendida la argolla, y al levantarla, apareció una escalera que me condujo hasta una puerta. Abrí la puerta y me encontré en un salón de un palacio maravilloso. Allí estaba una joven hermosísima, perla inestimable, cuyos encantos me hicieron olvidar mis desdichas y mis temores. Y mirándola, me incliné ante el Creador, que la había dotado de tanta perfección y tanta hermosura.
Entonces ella me miró y me dijo: "¿Eres un ser humano o un efrit? Y contesté: "Soy un hombre". Ella volvió a preguntar: "¿Cómo pudiste venir hasta este sitio donde estoy encerrada hace veinte años?" Y al oír estas palabras, que me parecieron llenas de delicia y de dulzura, le dije: "¡Oh señora mía! Alah me ha traído a tu morada para que olvide mis dolores y mis penas". Y le conté cuanto me había ocurrido, desde el principio hasta el fin, produciéndole tal lástima, que se puso a llorar, y me dijo: "Yo también te voy a contar mi historia:
"Sabed que soy hija del rey Aknamus, el último rey de la India, señor de la Isla de Ébano. Me casé con el hijo de mi tío. Pero la misma noche de mi boda, antes de perder mi virginidad, me raptó un efrit, llamado Georgirus, hijo de Rajmus y nieto del propio Eblis, y me condujo volando hasta este sitio, al que había traído dulces, golosinas, telas preciosas, muebles, víveres y bebidas. Desde entonces viene a verme cada diez días; se acuesta esa noche conmigo, y se va por la mañana. Si necesitase llamarlo durante los diez días de su ausencia, no tendría más que tocar esos dos renglones escritos en la bóveda, e inmediatamente se presentaría. Como vino hace cuatro días, no volverá pasados otros seis, de modo que puedes estar conmigo cinco días, para irte uno antes de su llegada".
Y yo le contesté: "Desde luego he de permanecer aquí todo ese tiempo". Entonces ella, mostrando una gran satisfacción, se levantó en seguida, me cogió de la mano, me llevó por unas galerías, y llegamos por fin al hammam, cómodo y agradable con su atmósfera tibia. Inmediatamente me desnudé, ella se despojó también de sus vestidos, quedando toda desnuda, y los dos entramos en el baño. Después de bañarnos, nos sentamos en la tarima del hammam, uno al lado del otro, y me dió de beber sorbetes de almizcle y a comer pasteles deliciosos. Y seguimos hablando cariñosamente mientras nos comíamos las golosinas del raptor.
En seguida me dijo: "Esta noche vas a dormir y a descansar de tus fatigas para que mañana estés bien dispuesto".
Y yo, ¡oh señora mía! me avine a dormir, después de darle mil gracias. Y olvidé realmente todos mis pesares.
Al despertar, la encontré sentada a mi lado, frotando con un delicioso masaje mis miembros y mis pies. Y entonces invoqué sobre ella todas las bendiciones de Alah, y estuvimos hablando durante una hora cosas muy agradables. Y ella me dijo: "¡Por Alah! Antes de que vinieses vivía sola en este subterráneo, y estaba muy triste, sin nadie con quien hablar, y esto durante veinte años. Por eso bendigo a Alah, que te ha guiado junto a mí".
Después, con voz llena de dulzura, cantó esta estrofa:
¡Si de tu venida
Nos hubiesen avisado anticipadamente,
Habríamos tendido como alfombra para tus pies
La sangre pura de nuestros corazones
y el negro terciopelo de nuestros ojos!
¡Habríamos tendido la frescura de nuestras mejillas
Y la carne juvenil de nuestros muslos sedosos
Para tu lecho, ¡oh, viajero de la noche!
¡Porque tu sitio está encima de nuestros párpados!
Nos hubiesen avisado anticipadamente,
Habríamos tendido como alfombra para tus pies
La sangre pura de nuestros corazones
y el negro terciopelo de nuestros ojos!
¡Habríamos tendido la frescura de nuestras mejillas
Y la carne juvenil de nuestros muslos sedosos
Para tu lecho, ¡oh, viajero de la noche!
¡Porque tu sitio está encima de nuestros párpados!
Al oír estos versos le di las gracias con la mano sobre el corazón, y sentí que su amor se apoderaba de todo mi ser, haciendo que tendieran el vuelo mis dolores y mis penas. En seguida nos pusimos a beber en la misma copa, hasta que se ausentó el día. Y aquella noche me acosté con ella, para gozar de la mayor felicidad. ¡Y jamás en mi vida he pasado una noche semejante! Por eso cuando llegó la mañana nos levantamos muy satisfechos uno de otro y realmente poseídos de una dicha sin límites.
Entonces, más enamorado que nunca, temiendo que se acabase nuestra felicidad, le dije: "¿Quieres que te saque de este subterráneo y que te libre del efrit?" Pero ella se echó a reír, y me dijo: "¡Calla, y conténtate con lo que tienes! Ese pobre efrit solo vendrá una vez cada diez días, y todos los demás serán para ti". Pero exaltado por mi pasión, me excedí demasiado en mis deseos, pues repuse: "Voy a destruir esas inscripciones mágicas, y en cuanto se presente el efrit, lo mataré. Para mí es un juego exterminar a esos efrits, ya sean de encima o de debajo de la tierra".
Y la joven, queriendo calmarme, recitó estos versos:
-
- ¡Oh tú, que pides un plazo antes de la separación y que encuentras dura la ausencia! ¿no sabes que es el medio de no encadenarse? ¿no sabes que es sencillamente el medio de amar?
-
- ¿Ignoras que el cansancio es la regla de todas las relaciones, y que la ruptura, es la conclusión de todas las amistades...?
Pero yo, sin hacer caso de estos versos que ella me recitaba, di un violento puntapié en la bóveda...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
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