PERO CUANDO LLEGO LA 126ª NOCHE
Ella dijo:
Así es que no dudé de mi muerte, sobre todo cuando vi lo que hacían las esclavas. Dos de ellas se sentaron sobre mi vientre, otras dos me sujetaron los pies, y otras dos se me sentaron en las rodillas. Enseguida se levantó la joven, y auxiliada por otras dos esclavas, empezó a darme palos en la planta de los pies, hasta que caí desmayado de dolor. Entonces cesarían de golpearme. Después volví de mi desmayo, y dije: "¡Prefiero la muerte mil veces a estos tormentos!"
Y ella, dispuesta a complacerme, cogió otra vez el espantable machete, lo afiló en su babucha, y ordenó a las esclavas: "¡Tendedle la piel del cuello!"
En este mismo instante, Alah me hizo recordar las últimas palabras de la pobre Aziza. Y exclamé:
"¡Qué dulce es la muerte, y cuán preferible a la traición!"
Al oír estas palabras, dió un gran grito de espanto, y clamó después: "¡Tenga Alah piedad de tu alma! ¡Oh Aziza! ¡Acabas de salvar de una muerte segura al hijo de tu tío!"
Enseguida me miró fijamente, y dijo: "En cuanto a ti, aunque debas tu salvación a esas palabras de Aziza, no te creas completamente libre, pues necesito vengarme de ti y de esa bribona desvergonzada que te ha retenido lejos de mi compañía. ¡Y he aquí que voy a emplear el único medio, el verdadero medio!" Y dirigiéndose a sus esclavas, exclamó: "¡Apretad bien, e impedidle que se mueva; amarradle los pies!" Y esto fué ejecutado enseguida.
Entonces se levantó la joven, y puso a la lumbre una sartén de cobre rojo, y echó en ella aceite y queso blando. Aguardó a que el queso se derritiera en el aceite, y luego volvió hacia mí, que seguía tendido en tierra, sujeto por las esclavas. Se inclinó y me desató el calzón, y a este contacto sentí grandes oleadas de terror y vergüenza. Adivinaba lo que iba a ocurrir. Y la joven, habiéndome dejado el vientre desnudo, me cogió los compañones, me los ató por la misma raíz con una cuerda encerada, y dió a las esclavas los dos extremos de la cuerda, ordenándoles que tirasen todo lo que pudiesen. Y ella, mientras tanto, con una navaja muy afilada, segó fieramente mi zib, de un solo golpe, causando mi infortunio. Figúrate, ¡oh príncipe Diadema! si el dolor y la desesperación no me harían desmayarme.
Todo lo que sé después de eso, es que cuando volví de mi desmayo me hallé con el vientre tan liso como el de una mujer. Y las esclavas aplicaban a mi herida el aceite hervido con el queso blando, lo cual no tardó en restañarme la sangre. Hecho esto, se me acercó la joven, me dió un vaso de jarabe para apagar mi sed, y me dijo despreciativamente:
"¡Vuelve al sitio de donde viniste! ¡Mi deseo está saciado! ¡Ya no eres nada para mí, ni puedes servir a nadie, pues me he apoderado de la única cosa que necesitaba!" Y me rechazó con el pie, y me echó de casa, diciéndome como despedida: "¡Tente por dichoso cuando aún sientes la cabeza sobre los hombros!"
Entonces me arrastré dolorosamente hasta la morada de mi joven esposa, y llegado a la puerta, que encontré abierta todavía, entré silenciosamente y fui a caer consternado sobre los almohadones del salón. Enseguida acudió mi esposa, que al verme tan pálido me examinó atentamente, haciendo que le contase mi desventura y que le mostrase mi individualidad mutilada. Pero no pude soportar el verme así, y volví a caer desvanecido.
Al volver de mi desmayo, me vi tendido en la calle, al pie de la puerta, pues mi esposa, al encontrarme como una mujer, me había expulsado de su morada.
Y en aquel miserable estado me encaminé a mi casa, y fui a echarme en brazos de mi madre, que me lloraba desde hacía muchísimo tiempo, creyéndome perdido por algún extremo de la tierra. Me recibió sollozando, y al verme en aquella extrema palidez y debilidad...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
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