Y CUANDO LLEGÓ LA 367ª NOCHE
Ella dijo:
... de tal suerte llegué ante la puerta que se abría con la llave de oro, y permanecí largo tiempo mirándola, sin osar ni siquiera tocarla con la mano en vista de la prohibición que me hizo el anciano; pero al cabo no pude resistir a la tentación que colmaba mi alma, metí la llave de oro en la cerradura, abrí la puerta y presa del temor penetré en el lugar prohibido.
Pero, lejos de tener ante los ojos un espectáculo asombroso, vi, primeramente, en medio de un pabellón con el piso incrustado de pedrerías de todos colores, un estanque de plata rodeado de pájaros de oro que echaban agua por el pico, con un ruido tan maravilloso, que creí oír los trinos de cada uno de ellos resonar melodiosamente contra las paredes de plata. Había en torno al estanque, divididos por clases, cuadros de flores de suaves perfumes que casaban sus colores con los de las frutas de que estaban cargados los árboles que esparcían sobre el agua su frescura asombrosa. La arena que yo hallaba era polvo de esmeralda y diamante, y se extendía hasta las gradas de un trono que se alzaba enfrente del estanque maravilloso. Estaba hecho aquel trono con un solo rubí, cuyas facetas reflejaban en el jardín el rojo de sus rayos fríos, que iluminaban el agua con un brillo de pedrerías.
Me detuve extático ante cosas tan sencillas nacidas de la unión pura de los elementos; luego fui a sentarme en el trono de rubí, que aparecía coronado por un dosel de seda roja, y cerré los ojos un instante para que penetrara mejor aquella fresca visión en mi alma entusiasmada.
Cuando abrí los ojos vi que se adelantaban hacia el estanque, sacudiendo sus plumas blancas, tres elegantes palomas que iban a darse un baño. Saltaron con gracia el ancho borde del estanque de plata, y después de abrazarse y hacerse mil caricias encantadoras, ¡oh mis ojos maravillados! las vi arrojar lejos de sí su virginal manto de plumas y aparecer en una desnudez de jazmín, con el aspecto de tres jóvenes bellas como lunas. Y al punto se sumergieron en el estanque para entregarse a mil juegos y mil locuras, ora desapareciendo, ora reapareciendo entre remolinos brillantes, para volver a desaparecer riendo a carcajadas, mientras sólo sus cabelleras flotaban sobre el agua, sueltas en un vuelo de llama.
Ante tal espectáculo, ¡oh hermano Belukia! sentí que mi corazón nadaba en mi cerebro y trataba de abandonarlo. Y como no podía contener mi emoción, corrí enloquecido hacia el estanque y grité: "¡Oh, jóvenes; oh, lunas, oh, soberanas!"
Cuando me vislumbraron las jóvenes lanzaron un grito de terror, y saliendo del agua con ligereza, corrieron a coger sus mantos de plumas, que echaron sobre su desnudez, y volaron al árbol más alto entre los que daban sombra a la pila, y se echaron a reír mirándome.
Entonces me acerqué al árbol, levanté hacia ellas los ojos, y les dije: "¡Oh, soberanas, os ruego que me digáis quiénes sois! ¡Yo soy Janschah, hijo del rey Tigmos, soberano de Kabul y jefe de los Bani-Schalán!" Entonces la más joven de las tres, precisamente aquella cuyos encantos habíanme impresionado más, me dijo: "Somos las hijas del rey Nassr, que habita en el palacio de los diamantes. Venimos aquí para dar un paseo y con el sólo fin de distraernos".
Dije: "En ese caso, ¡oh mi señora! ten compasión de mí y baja a completar el juego conmigo". Ella me dijo: "¿Y desde cuándo pueden las jóvenes jugar con los jóvenes, ¡oh Janschah!? ¡Pero si deseas absolutamente conocerme mejor, no tienes más que seguirme al palacio de mi padre!" Y habiendo dicho estas palabras, me lanzó una mirada que me penetró el hígado, y emprendió el vuelo en compañía de sus dos hermanas hasta que la perdí de vista.
Al ver aquello, en el límite ya de la desesperación, di un grito agudo y caí desmayado bajo el árbol.
No sé cuánto tiempo permanecí echado de aquel modo; pero cuando volví en mí, el anciano gobernador de las aves estaba a mi lado y me rociaba el rostro con agua de flores. Cuando me vio abrir los ojos, me dijo: "¡Ya ves, hijo mío, lo que te ha costado desobedecerme! ¿No te prohibí que abrieras la puerta de este pabellón?"
Yo, por toda respuesta, me limité a prorrumpir en sollozos, y luego improvisé estos versos:
¡Ha arrebatado mi corazón una esbelta joven de cuerpo armonioso!
¡Arrebatador es su talle entre todos los talles! ¡Cuando sonríe, sus labios excitan los celos de las rosas y los rubíes!
¡Su cabellera oscila por encima de su hermosa grupa redonda!
¡Las flechas que disparan los arcos de sus pestañas dan en el blanco, aun desde lejos, y hacen heridas incurables!
¡Oh belleza suya! ¡No tienes rival y borras las bellezas todas de la India!
Cuando acabé de recitar estos versos, me dijo el anciano: "Comprendo lo que te ha sucedido. Viste a las jóvenes vestidas de palomas, que algunas veces vienen a darse un baño aquí".
Yo exclamé: "Las vi, padre mío, y te ruego que me digas dónde se halla el palacio de los diamantes, en que habitan con su padre el rey Nassr".
Contestó: "No hay para qué pensar en ir allí, hijo mío, pues el rey Nassr es uno de los jefes más poderosos de la genn, y dudo mucho que te diera en matrimonio a una de sus hijas. Ocúpate, pues, de preparar tú regreso a tu país. Yo mismo te facilitaré la tarea recomendándote a las aves que enseguida van a venir a presentarme sus respetos, y que te servirán de guías".
Contesté: "¡Te doy las gracias, padre mío; pero renuncio a regresar al lado de mis padre, si no debo volver ya a ver a la joven que me habló!" Y al decir estas palabras me arrojé a los pies del anciano llorando, y le supliqué que me indicara el medio de volver a ver a las jóvenes vestidas de palomas...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
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