Y CUANDO LLEGÓ LA 302ª NOCHE
Ella dijo:
... para escuchar lo que había de contar Sindbad el Marino cuando terminase la comida.
LA CUARTA HISTORIA DE LAS HISTORIAS DE SINDBAD EL MARINO,
QUE TRATA DEL CUARTO VIAJE
Y dijo Sindbad el Marino:
"Ni las delicias ni los placeres de la vida de Bagdad, ¡oh amigos míos! me hicieron olvidar los viajes. Al contrario, casi no me acordaba de las fatigas sufridas y los peligros corridos. Y el alma pérfida que vivía en mí no dejó de mostrarme lo ventajoso que sería recorrer de nuevo las comarcas de los hombres. Así es que no pude resistirme a sus tentaciones, y abandonando un día la casa y las riquezas, llevé conmigo una gran cantidad de mercaderías de precio, bastante más que las que había llevado en mis últimos viajes, y de Bagdad partí para Bassra, donde me embarqué en un gran navío en compañía de varios notables mercaderes prestigiosamente conocidos.
Al principio fue excelente nuestro viaje por el mar, gracias a la bendición. Fuimos de isla en isla y de tierra en tierra, vendiendo y comprando y realizando beneficios muy apreciables, hasta que un día, en alta mar, hizo anclar el capitán, diciéndonos: "¡Estamos perdidos sin remedio!" Y de improviso un golpe de viento terrible hinchó todo el mar, que se precipitó sobre el navío; haciéndole crujir por todas partes y arrebató a los pasajeros, incluso al capitán, los marineros y yo mismo. Y se hundió todo el mundo, y yo igual que los demás.
Pero, merced a la misericordia, pude encontrar sobre el abismo una tabla del navío, a la que me agarré con manos y pies, y encima de la cual navegamos durante medio día yo y algunos otros mercaderes que lograron asirse conmigo a ella.
Entonces, a fuerza de bregar con pies y manos, ayudados por el viento y la corriente, caímos en la costa de una isla, cual si fuésemos un montón de algas, medio muertos ya de frío y de miedo.
Toda una noche permanecimos sin movernos, aniquilados, en la costa de aquella isla. Pero al día siguiente pudimos levantarnos e internarnos por ella, vislumbrando una casa, hacia la cual nos encaminamos.
Cuando llegamos a ella, vimos que por la puerta de la vivienda salía un grupo de individuos completamente desnudos y negros, quienes se apoderaron de nosotros sin decirnos palabra y nos hicieron penetrar en una vasta sala, donde aparecía un rey sentado en alto trono.
El rey nos ordenó que nos sentáramos, y nos sentamos. Entonces pusieron a nuestro alcance platos llenos de manjares como no los habíamos visto en toda nuestra vida. Sin embargo, su aspecto no excitó mi apetito, al revés de lo que ocurría a mis compañeros, que comieron glotonamente para aplacar el hambre que les torturaba desde que naufragamos. En cuanto a mí, por abstenerme conservo la existencia hasta hoy.
Efectivamente, desde que tomaron los primeros bocados, apoderose de mis compañeros una gula enorme, y estuvieron durante horas y horas devorando cuanto les presentaban, mientras hacían gestos de locos y lanzaban extraordinarios gruñidos de satisfacción.
En tanto que caían en aquel estado mis amigos, los hombres desnudos llevaron un tazón lleno de cierta pomada con la que untaron todo el cuerpo a mis compañeros, resultando asombroso el efecto que hubo de producirles en el vientre. Porque vi que se les dilataba poco a poco en todos sentidos hasta quedar más gordos que un pellejo inflado. Y su apetito aumentó proporcionalmente, y continuaron comiendo sin tregua, mientras yo les miraba asustado al ver que no se llenaba su vientre nunca.
Por lo que a mí respecta, persistí en no tocar aquellos manjares, y me negué a que me untaran con la pomada al ver el efecto que produjo en mis compañeros. Y en verdad que mi sobriedad fue provechosa, porque averigüé que aquellos hombres desnudos comían carne humana, y empleaban diversos medios para cebar a los hombres que caían entre sus manos y hacer de tal suerte más tierna y más jugosa su carne. En cuanto al rey de estos antropófagos, descubrí que era ogro. Todos los días le servían asado un hombre cebado por aquel método; a los demás no les gustaba el asado y comían la carne humana al natural, sin ningún aderezo.
Ante tan triste descubrimiento, mi ansiedad sobre mi suerte y la de mis compañeros no conoció límites cuando advertí enseguida una disminución notable de la inteligencia de mis camaradas, a medida que se hinchaba su vientre y engordaba su individuo. Acabaron por embrutecerse del todo a fuerza de comer, y cuando tuvieron el aspecto de unas bestias buenas para el matadero, se les confió a la vigilancia de un pastor, que a diario les llevaba a pacer en el prado.
En cuanto a mí, por una parte el hambre, y el miedo por otra, hicieron de mi persona la sombra de mí mismo y la carne se me secó encinta del hueso. Así es que, cuando los indígenas de la isla me vieron tan delgado y seco, no se ocuparon ya de mí y me olvidaron enteramente, juzgándome sin duda indigno de servirme asado ni siquiera a la parrilla ante su rey.
Tal falta de vigilancia por parte de aquellos insulares negros y desnudos me permitió un día alejarme de su vivienda y marchar en dirección opuesta a ella. En el camino me encontré al pastor que llevaba a pacer a mis desgraciados compañeros, embrutecidos por culpa de su vientre. Me di prisa a esconderme entre las hierbas altas, andando y corriendo para perderlos de vista, pues su aspecto me producía torturas y tristeza.
Ya se había puesto el sol, y yo no dejaba de andar. Continué camino adelante toda la noche, sin sentir necesidad de dormir, porque me despabilaba el miedo de caer en manos de los negros comedores de carne humana. Y anduve aún durante todo el otro día, y también los seis siguientes, sin perder más que el tiempo necesario para hacer una comida diaria que me permitiese seguir mi carrera en pos de lo desconocido. Y por todo alimento cogía hierbas y me comía las indispensables para no sucumbir de hambre.
Al amanecer el octavo día...
En este momento de su narración. Scherazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
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