PERO CUANDO LLEGO LA 93ª NOCHE
Ella dijo:
La nariz se le alargó hasta los pies, y el saco del estómago se le volvió del revés, y el intestino se le aflojó, y el contenido se le salió. Entonces mandó llamar a la Madre de todas las Calamidades para pedirle consejo acerca de lo que le quedaba que hacer. Y la vieja llegó en seguida.
Y la Madre de todas las Calamidades, causa real de todas estas desdichas, era una vieja horrorosa, astuta, hecha de maldiciones; su boca era un basurero; sus ojos legañosos; su cara negra como la noche; sarnoso su cuerpo, su cabellera una suciedad; su espalda encorvada y su piel todo arrugas. Una plaga entre las peores plagas, y una víbora entre las víboras más venenosas.
Y esta vieja horrible pasaba la mayor parte del tiempo en el palacio del rey Hardobios, a causa del gran número de esclavos jóvenes que allí había, tanto varones como hembras. Obligaba a los esclavos a cabalgarla; y le gustaba también cabalgar a las esclavas; pues prefería a todo lo del mundo el cosquilleo de aquellas vírgenes y el roce de su cuerpo juvenil con el suyo.
Era extraordinariamente experta en este arte del cosquilleo. Sabía chuparles como un vampiro las partes delicadas, y titilarles agradablemente los pezones. Y para hacerlas llegar al último espasmo, les estrujaba la vulva con azafrán preparado, lo cual las arrojaba en sus brazos muertas de voluptuosidad. Así es que había enseñado su arte a todas las esclavas del palacio, y en otros tiempos a las doncellas de Abriza, pero no había logrado conquistar a la esbelta Grano de Coral, y también habían fracasado todos sus artificios con la arrogante Abriza, que la odiaba por la fetidez de su aliento, por el olor a orines fermentados que brotaba de sus sobacos y de sus ingles, por el pútrido desprendimiento de sus numerosos pedos, más hediondos que el ajo podrido, y por la rugosidad de su piel, peluda cual la del erizo, y más dura que las fibras de la palmera. Pues bien se le podían aplicar estas palabras del poeta:
¡Nunca la esencia de rosas con que se humedece la piel, apagará la pestilencia de sus pedos silenciosos!
Pero hay que decir que la Madre de todas las Calamidades era generosísima con todas las esclavas que se dejaban conquistar por ella, así como era muy rencorosa con las que se le resistían. Y por haberla rechazado odiaba tanto a Abriza aquella vieja.
Cuando la Madre de todas las Calamidades entró en el aposento del rey Afridonios, éste se levantó en honor suyo, y lo mismo hizo el rey Hardobios. Y dijo la vieja:
"¡Oh rey! ahora tenemos que dar de lado a todo ese incienso fecal y a todas las bendiciones patriarcales, que no han hecho más que atraer la desgracia sobre nuestras cabezas. Y pensemos más bien en obrar a la luz de la verdadera sabiduría. He aquí cómo ha de ser esto: los musulmanes se encaminan a marchas forzadas para sitiar nuestra ciudad, y hay que enviar heraldos por todo el imperio invitando a los habitantes a que se reúnan en Constantinia y nos ayuden a rechazar el asalto de los sitiadores. ¡Y que lo soldados de todas las guarniciones se apresuren a venir a encerrarse en estos muros, ya que el peligro es apremiante!
"En cuanto a mí, ¡oh rey! déjame obrar, y pronto la fama hará llegar hasta ti el resultado de mis artificios y el éxito de mis fechorías contra los musulmanes. En este momento me voy de Constantinia. ¡Y que el Cristo, hijo de Mariam, te tenga en su guarda!"
El rey Afridonios se apresuró a seguir los consejos de la Madre de todas las Calamidades, que, como había dicho, salió de Constantinia.
Ahora bien; he aquí la estratagema imaginada por aquella vieja tan astuta: salió de la ciudad con cincuenta de los mejores guerreros, que conocían la lengua árabe, y su primera diligencia fué disfrazarlos de mercaderes musulmanes. Llevó consigo cien mulos cargados de telas preciosas, sedas de Antioquia y Damasco, rasos de reflejos metálicos, brocados preciosos, y muchas otras cosas regias. Y había cuidado de obtener del rey Afridonios una carta a manera de salvoconducto, que decía lo siguiente:
"Los mercaderes tal y cual son comerciantes musulmanes de Damasco, extraños a nuestro país y a nuestra religión cristiana, pero como han comerciado en nuestro país, y el comercio constituye la prosperidad de una nación y su riqueza, y como no son hombres de guerra, sino hombres pacíficos, les damos este salvoconducto para que nadie los perjudique en su persona ni en sus intereses, y no se les reclame diezmo alguno, ni derecho de entrada ni salida por sus mercancías".
Y cuando los cincuenta guerreros se hubieron vestido de mercaderes, la pérfida vieja se disfrazó de asceta musulmán, poniéndose un gran ropón de lana blanca; se frotó la frente con un ungüento preparado por ella, que le daba un brillo y una radiación de santidad, y después hizo que le ataran los pies de modo que las cuerdas le entraran en la carne hasta hacerle sangre, y dejasen huellas indelebles. Entonces dijo a sus soldados:
"Ahora tenéis que darme de latigazos, de modo que me queden cicatrices imborrables en mi cuerpo. Y no tengáis ningún escrúpulo, pues la necesidad tiene sus leyes. Y me pondréis en un cajón semejante a esos cajones de mercancías, y lo colocaréis sobre un mulo. Inmediatamente os pondréis en marcha, hasta que lleguemos al campamento de los musulmanes, cuyo jefe es Scharkán. A cuantos quieran cerraros el camino, les mostraréis la carta del rey Afridonios, que os presenta como mercaderes de Damasco, y solicitaréis ver al príncipe Scharkán.
Cuando os veáis en su presencia y os interrogue acerca de vuestro oficio y de las ganancias realizadas en el país de los rumís, le diréis:
"¡Oh rey afortunado! la ganancia más saneada y meritoria de nuestro viaje al país de esos cristianos descreídos ha sido el rescate de un santo asceta que hemos arrancado de entre las manos de sus perseguidores, los cuales le torturaban en un subterráneo desde hacía quince años, queriendo que abjurase la santa religión de nuestro profeta Mahomed (¡sean con él la paz y la plegaria!) Y he aquí cómo ha ocurrido la cosa:
“Hacía algún tiempo que estábamos en Constantinia vendiendo y comprando, cuando una noche, mientras calculábamos las ganancias del día, vimos aparecerse en la pared de la sala la imagen de un hombre, cuyos ojos estaban llenos de lágrimas, que corrían a lo largo de sus venerables barbas blancas. Y los labios de aquel anciano se movieron lentamente, y pronunciaron estas palabras: "¡Oh musulmanes! Si hay entre vosotros alguno que teman a Alah y cumplan los preceptos de nuestro Profeta (¡sean con él la paz y la plegaria!) que salgan de este país de los descreídos y vayan en busca del príncipe Scharkán, cuyo ejército, según está escrito, ha de tomar algún día a los rumís la ciudad de Constantinia. Y en vuestro camino, al cabo de tres jornadas de marcha, encontraréis un monasterio. Y en este monasterio, en tal lugar, de tal sitio, hay un subterráneo en el cual hace quince años está encerrado un santo asceta llamado Abdalah, cuyas virtudes son agradables a Alah el Altísimo. Y ha caído en manos de los monjes cristianos, que lo han encerrado allí y lo atormentan horriblemente, por odio a su religión. Así es que el rescate de ese santo sería para vosotros la acción más meritoria ante el Muy Poderoso. ¡Y por sí misma es una hermosa acción! No os diré más. ¡Que la paz sea con vosotros!"
"Y dicho esto, la figura del anciano se borró ante nuestros ojos...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana y se calló discretamente.